En ningún caso es fácil ser emigrante, esta es una verdad de Perogrullo. Pero en los últimos tiempos ser emigrante en Estados Unidos, el país tradicionalmente más acogedor para los forasteros, se ha vuelto un dolor; un dolor que no cesa, una agonía.
La llegada del histriónico y desaprensivo Donald Trump a la Casa Blanca ha sido un drama para los millones de personas que viven, trabajan y ayudan a crecer la economía del país sin tener los papeles que la rigurosa burocracia les exige.
Siempre ha habido controles y persecución del emigrante, por supuesto. Recuerdo ver saltar de andamio a andamio a atemorizados albañiles huyendo de los inspectores de Trabajo que, de vez en cuando, visitaban las obras con cara de pocos amigos para cazar a los ilegales.
Pero ahora la situación aún es peor. Los emigrantes son el ojo más avieso del presidente que, sin menor consideración de la condición humana de las personas les cierra las fronteras, les expulsa esposados y hasta les separa de sus hijos.
¿Cabe más crueldad? Pues sí: también la tortura diaria, el vivir sin vivir en sí que les supone a muchas familias escuchar las nuevas amenazas con las que cada mañana se despierta el atrabiliario mandatario que llegó al cargo atacando a la emigración y aspira a renovarlo incrementando las medidas para erradicarla.
Pero, por encima de todo, por si sus actos fuesen pocos, están también las palabras de desprecio, propias de la época de la esclavitud. Un emigrante allí no merece respeto y la propaganda oficial le convierte en víctima del odio social que se está generando contra ellos.
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