Primero fue en Nicaragua y ahora le toca a Ecuador. Venezuela está en el medio. La sombra alargada del chavismo, que siempre –con el régimen cubano al fondo– embarró durante años la democracia con exaltaciones populistas en una buena parte de Latinoamérica.
El petróleo barato y otras formas de compra de voluntades crearon un régimen supranacional y pseudorrevolucionario –con centro en Caracas– que dividió al continente y alteró la normalización de unas sociedades habituadas a los sobresaltos políticos que empezaban a afianzarse.
Las teorías bolivarianas del esperpéntico Chávez complicaron las relaciones del grupo, en el que hay que integrar la habitualmente convulsa Bolivia, con sus vecinos, con los Estados Unidos, que pasaron de ser tutores a enemigos, y con una buena parte del resto del mundo incluida la Unión Europea.
Los ingresos del petróleo venezolano daban para todo. Y las tibias inversiones sociales, que mejoraron la vida de sectores rurales más necesitados, encubrieron algún tiempo unas gestiones caóticas, un nepotismo bochornoso y una corrupción desaforada. Con la muerte de Chávez, las convulsiones internas en Venezuela y la caída del crudo dejaron al país protector en la miseria, a sus habitantes en actitud de huida constante y a sus aliados hipotecados y sin argumentos.
En Ecuador, el presidente, Lenin Moreno, quiso salirle al paso a la crisis, con el país dolarizado, una deuda inabordable y la economía subvencionada de manera insostenible. Y amplios sectores de la población se rebelaron. Todo con su antecesor, Rafael Correa, minándole el terreno desde Bruselas, donde reside, y conspirando con militares y líderes indígenas para que se resistan a las medidas de estabilidad y provoquen su regreso al poder.
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