DANIEL DÍAZ. ESCRITOR
OPINIÓN

La crónica desde mi taxi: 'Vidas fantasma'

Daniel Díaz.
Daniel Díaz.
JORGE PARÍS
Daniel Díaz.

Cada vez son más los trayectos en mi taxi desde o hacia los llamados ensanches, o PAUs (Programa de Actuación Urbanística), que son ciudades satélite a orillas de la ciudad matriz: inmensas urbes fantasma y sin embargo, según parece, ahora de moda. Son bloques y bloques de viviendas que miran hacia dentro y no hacia fuera. Balcones interiores con vistas a su piscina privada, a sus canchas de pádel privadas y a sus columpios privados. Y hasta gimnasio. Y dos plazas de garaje por vivienda y vigilancia las 24 horas. Y al otro lado, avenidas de seis o más carriles (algunas con vías de servicio adicionales), bulevares custodiados por árboles raquíticos sin sombra, columpios sin niños y bancos que parecen de atrezo. Farmacias que distan medio kilómetro del bar más próximo, rotondas del tamaño de Australia, escuelas infantiles a veinte minutos caminando de cualquier supermercado y una amplia gama de entidades bancarias erigidas al calor del ladrillo. Y todo, en su conjunto, con ese aspecto de folleto bañado en Photoshop, de sueño con final feliz al alcance de tu esfuerzo.

No hay un alma por las calles de estos PAUs. Cualquier atisbo de vida desentona o mosquea. Apenas se vislumbra algún que otro paseante de perros cabizbajo, embutido en sus enormes cascos, o autómatas caminando a paso ligero del portal de su fortín al autobús, o runners fosforitos trabajándose el pack del mens sana in corpore sano. Cruzar una avenida ya es un logro que invita a la pereza. No hay nada que ver ni a quién saludar.

Tampoco se concibe salir a la calle para buscar un taxi. Pasan taxis libres como en todas partes, pero en estos nuevos barrios no hay costumbre de alzar la mano a pie de acera. Todos los servicios, sin excepción, llegan a mi taxi por vía telemática. Me avisa la emisora, conduzco hasta el portal indicado y a los cinco o seis minutos aparece el cliente. Es lo que tarda en salir de casa (tras activar la alarma), darle tres vueltas a la cerradura, tomar el ascensor, cruzar las zonas comunes y saludar al vigilante.

Todo, en fin, está diseñado para el uso recurrente del coche. Las calles tan anchas no son casuales, ni el gran centro comercial, ni la gasolinera estratégicamente ubicada a la entrada del PAU. Cualquier idea de ocio más allá del que ofrece la propia urbanización implica usar el coche. Coche para ir al cine. Coche para llevar a los niños a un cumple. Coche para ir al trabajo y coche para llenar hasta arriba el maletero con la compra semanal.

Pero si piensas que este nuevo concepto de cárcel acolchada es la alternativa para quienes no pueden permitirse vivir en el centro, nada más lejos. Un pisito de dos o tres habitaciones en un PAU, a excepción de unas pocas viviendas protegidas, dista mucho de ser barato. Precisa de al menos dos sueldos generosos y dos coches por familia. De modo que vivir aislado, del trabajo a casa, sin cultura de calle y enganchado al coche, se ha convertido en el santo Grial de la clase media acomodada. Los atascos en las autovías circundantes, las colas en el parking y en las cajas del súper, ahora forman parte de eso que llaman calidad de vida. La gente busca aislarse de la gente. La gente busca sentirse segura hasta la asfixia para poder dormir a pierna suelta. La gente evita que sus hijos jueguen en la calle y los mantienen encerrados en recintos con doble perímetro de seguridad.

Esto es sólo un ejemplo del poder que ejerce el urbanismo en nuestras entorno social. La estudiada eliminación del pequeño comercio con esas grandes avenidas que aíslan más de lo que unen, el afán de poner en valor lo privado en detrimento de nuestra ancestral cultura de calle (a pesar de un clima de lo más propicio), invita a sospechar que el urbanismo se ha convertido en la piedra angular del consumo de masas.

Un urbanismo capaz de modificar nuestro estilo de vida. Un urbanismo capaz de moldear nuestra forma de entender el bien común.

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