DANIEL DÍAZ. ESCRITOR
OPINIÓN

Crónicas desde mi taxi: 'El silencio que viene'

Daniel Díaz.
Daniel Díaz.
JORGE PARÍS
Daniel Díaz.

Respondemos a estímulos como perros de Pávlov amaestrados: campana de Whatsapp, nivel de salivación bajo. Gong de Twitter, nivel medio. Para Facebook o Instagram yo uso el mismo beep, de modo que salivo con la misma intensidad, tirando a baja. Solo cuando suena ¡taxi! mis sentidos se disparan. ¡Taxi!, en la lengua sonora de mi smartphone, significa que alguien real está buscando el taxi más cercano a través de la app con la que me manejo. Mi taxi en este caso (sí, soy taxista).

Tras confirmar mi disponibilidad aparece en la pantalla de mi móvil el nombre de la usuaria que nos ocupa, una tal Marta P., con su foto de perfil, su ubicación exacta y su número de teléfono. La dirección corresponde a un colegio mayor contiguo a la ciudad universitaria. Cuando llego encuentro justo a Marta saliendo, móvil en mano. Abre la puerta trasera de mi taxi, suelta un escueto "¿Daniel?", yo suelto un escueto "¿Marta?" y a título informativo ya no habrá que decir nada más.

La app también me indica su destino, un bar de moda del centro, y al llegar me pagará lo que marque el taxímetro desde su mismo móvil. Y también podrá quejarse del trayecto sin decirlo. Si me puntúa con un máximo de cinco estrellas, sabré que Marta quedó satisfecha y además tendrá la opción de incluirme en su lista de taxistas favoritos. Cero estrellas y bloqueo, la app impedirá que Marta y yo volvamos a cruzarnos.

Lo que sigue no es más que simple curiosidad por mi parte. He movido el espejo retrovisor para observar mejor su rostro, sus ojos como platos y una boca ahora entreabierta, iluminada por el brillo de su móvil que teclea a intervalos con ambos pulgares. La veo sonreír, teclear, fruncir el ceño, teclear con más brío. Dos semáforos después carraspea, alza la cabeza y me dice si podemos pasar a recoger a una amiga. Me da una dirección, asiento con la cabeza y cinco manzanas después detengo el taxi en el portal indicado.

Al minuto entra la amiga como un tsunami, portazo incluido. Lejos de saludar, suelta a bocajarro "qué fuerte, Marta, tía". Y Marta contesta "flipas, tía. Ya le vale a Fran. Super, superfuerte. Menos mal que te he convencido para que vengas, tía. Sería incapaz de plantarme allí yo sola en plan 'hola qué tal'". Tras semejante diálogo shakesperiano las dos se hunden en un silencio realmente incómodo. Sin duda resultaban más fluidas, relajadas, chateando desde el móvil. Luego vuelve la amiga, esta vez mirando hacia la calle, como si evitara cruzarse con los ojos de Marta: "Y cómo fue, ya sabes. ¿Qué te dijo?". Y Marta contesta: "Yo qué sé... Fue todo como muy puff, ¿sabes? Fran se quedó en la puerta, to tieso, con los brazos así y yo flipando, claro. Daban ganas de buff... No sé si me entiendes". Marta adorna puff y buff con sendos gestos faciales, como imitando emoticonos. La amiga, por su parte, no solo asegura haberla entendido perfectamente; también añade: "Son todos iguales, tía, no te ralles".

Luego cambian de tema: los estudios. Según parece están de exámenes y, por las asignaturas que enumeran (Mercantil, tía, o El tochazo infumable de Procesal), deduzco que las dos son estudiantes de Derecho. Escuchándolas no puedo evitar imaginarlas, en un futuro no muy lejano, defendiendo a su cliente: "Con la venia, Señoría, y tal. Pues resulta que aquí, mi defendido, pilló a su jefe con su mujer y buah, se puso como buff, ya sabe...".

Y en estas estamos: dos universitarias sustituyendo adjetivos por emoticonos gestuales y yo imaginando un futuro turbio y decadente, cuando al fin llegamos a su destino. Sin mediar palabra tecleo el importe de la carrera en mi teléfono móvil, ella valida el pago desde el suyo y se marchan sin decir adiós. Al instante me llega un mensaje con su valoración del trayecto. Para mi sorpresa Marta me ha puntuado con cinco estrellas, el máximo, y además me ha agregado a su lista de taxistas favoritos. Y sin habernos dirigido la palabra. O tal vez por eso.

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