JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

¿Es aún posible el grito?

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Enfermo de una profunda ansiedad agravada por el aguardiente y una vida aciaga, el noruego Edvard Munch resumió, en el cuadro El grito, que pese a lo magreado no ha perdido vigencia, el autoultraje diario de enfrentarse a la vida. En enero de 1892 anotó en su diario que la obra -esa figura-pelele que abre las fauces para el alarido- respondía a una experiencia personal: durante un paseo, bajo un cielo "teñido de sangre" y "lenguas de fuego", escuchó "un grito infinito que atravesaba la naturaleza".

Gritar es un verbo de múltiples confines: el primer acto del recién nacido, la música del placer sexual, un arma simple pero eficaz contra el oponente, la esencia rudimentaria del cante, la dialéctica en forma de aullido informe que presenta la existencia como negación de la muerte, el excremento del dolor insoportable... El psicólogo Arthur Janov enseñó a John Lennon a berrear como terapia catártica contra la orfandad. Otros cantantes, como James Brown -glorioso ejecutante, pérfida persona-, llevaron el grito a una forma rítmica y extrema de jadeo. Dementes como Adolf Hitler engatusaron a personas como usted y yo con fonemas bestiales bramados con exactitud de munición. El artista Gregory Whitehead invita a llamar a teléfonos de atención al público y gritar a todo pulmón como acto de protesta.

¿Por qué gritamos? Quizá porque "parecemos miserables y lo somos", según escribió Schopenhauer, el filósofo de la vida como compulsión y vacío metafísico, sin objetivo y acaso con la finalidad única de librarnos del abismo. Se nos abren los ojos como estrellas nacientes, nos movemos por inercia, pero siempre espantados y, en un momento dado, gritamos. El ciego Borges, que atisbaba en las sombras tanto el holocausto como el éxtasis, opinaba que nunca estamos dormidos y habitamos una "vigilia desconsolada" que ya es el infierno. El himno de esa patria de párpados mutilados es el grito.

En otro tiempo, yo gritaba de forma voluntaria. Dado que resulta complejo encontrar un lugar para hacerlo sin que te repriman los gendarmes o la medicina, usaba la cabina de mi automóvil mientras circulaba por cualquier calle o carretera. Gritaba durante minutos, intentando que algo del bobo que soy brotase sin drama. A veces gritaba con mis hijos, cuando eran pequeños. Creo que les gustaba: el coche se convirtió en un terreno para jugar al apocalipsis y la bestialidad.

Tengo la impresión de que nadie grita ya, al menos entre el 20% privilegiado del mundo -para el 80% restante, existir es en sí mismo un horror infinito y los gritos son sordos, mudos, redundantes-. Vivimos en el pavor de los esclavos, contenemos el aliento y no articulamos chillido alguno excepto en los graderíos del fútbol, los conciertos pop y otros quirófanos de la lobotomía social. Ni siquiera las cuchillas oxidadas de lo cotidiano nos arrancan un quejido. Somos corderos en silencio esperando con buenos modales al matarife.

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