Una placa instalada en el interior de la Estación del Norte recuerda desde el pasado viernes el centenario de la entrada en servicio de uno de los edificios más importantes de València. Diseñada por el arquitecto Demetrio Ribes, su majestuosidad modernista fue reflejo de la burguesía agraria e industrial local de principios del siglo XX.

Desde entonces, ha sido punto de partida y de llegada de millones de valencianos y visitantes. Tiene un aire centroeuropeo, pero la luz mediterránea desborda sus cubiertas e inunda sus vestíbulos y andenes. Uno de sus mayores atractivos, más allá de su concepción como monumento, es su utilidad: sigue siendo una estación término ferroviaria que transporta a los viajeros hasta el epicentro de la ciudad.

Sin embargo, su futuro es incierto. Los planes para el soterramiento de las vías, cuyos proyectos se suceden sin adoptar una solución definitiva, pueden vaciar el edificio de contenido y dejarlo como una huella más del pasado. Algo parecido a lo que sucede con las torres de Quart y Serranos, a las que admiramos sin sus murallas y sin la función defensiva y de paso que tuvieron durante siglos.

València no se merece seguir partida durante años por la barrera de las vías, que divide barrios y aspiraciones, pero debe poner especial atención en su patrimonio histórico y cultural. Es un tren del que no puede bajarse.