Son el fundamento de la dieta mediterránea. Las frutas y verduras constituyen la base de una forma de entender la alimentación que los nutricionistas bendicen. Además de su poder antioxidante, potencian el sistema inmunológico y, salvo en casos muy puntuales, no presentan contraindicación alguna, ni siquiera económica. Estos productos de la tierra están al alcance de los presupuestos más modestos, tanto que a veces no se explica dónde está la ganancia para el agricultor que los produce.
Me indigna un poco cuando el acomodado consumidor que acude al mercado se lamenta del precio de la fruta o una hortaliza, como ha ocurrido este invierno a causa del frío, cuando a un coste más que discreto adquiere un alimento natural cuya producción ha estado sometida a los avatares atmosféricos. Mientras la distribución, que apenas asume riesgos, le reduce sus márgenes de beneficio a la mínima expresión, el agricultor escruta cada día el cielo ante el temor de que el pedrisco, las heladas, una inundación o la sequía puedan arruinar su cosecha dando al traste con el trabajo esforzado de toda una temporada.
Por fortuna, la técnica ha proporcionado nuevos y sofisticados instrumentos que permiten prevenir o al menos paliar las adversidades. Los cultivos de invernadero, además de incrementar la producción de forma exponencial, rebajan su dependencia de la meteorología y de otros agentes negativos. El producto, sin embargo, no es el mismo. Lo que crece bajo el plástico es brillante, homogéneo, resistente a las plagas y al transporte, es decir, está preparado para afrontar con éxito las exigencias de la comercialización. Solo falla el sabor. Un alto tributo que el paladar paga por forzar a la naturaleza.
Se entiende, pues, el interés que han despertado los resultados de la investigación emprendida por un equipo científico internacional en el que participan expertos españoles para restituir el sabor de los tomates de antaño. Han secuenciado el genoma de casi 400 variedades para identificar las moléculas que determinan el sabor y reintroducir aquellas que convengan. Algunos no lo recuerdan, otros ni siquiera lo conocieron, pero un tomate de los de antes era capaz de perfumar con tanta intensidad una ensalada o una rebanada de pan que alumbraba la pituitaria antes de satisfacer el sentido del gusto. Si lo consiguen con los tomates es fácil que puedan redimir también los sabores perdidos de otros productos de la huerta, lo que estimularía el consumo y la actividad de un sector que merece el mejor de los futuros.
Por experiencia, calidad y volumen de producción, el potencial de la agricultura y la industria agroalimentaria en España es enorme. Economía, cocina y salud. Quién da más.
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