Odio el frío. Cuando alguien me cuenta eso de que prefiere el invierno al verano siempre lo miro como si fuera un extraterrestre que necesitara unas condiciones de vida distintas a las de nuestro planeta. El argumento que suelen mostrar esos alienígenas es aquello de que el frío se combate mucho mejor que el calor, que solo es cuestión de ponerse más ropa. Lo dicen como si verse obligado a llevar cinco capas encima de la piel no resultara agobiante y como si el trajín de vestirse y desvestirse con todo ese aparataje encima no fuera un tremendo peñazo.
La tendencia del ser humano, como cualquier otro animal de la naturaleza, es la búsqueda del confort climático. Si por mí fuera reduciría el invierno a la mínima expresión y me saltaría los meses de enero y febrero sin contemplaciones. Gracias a la ciencia, que tiene explicaciones para casi todo, he sabido que este radicalismo mío contra la inclemencia invernal es por que soy "meteorosensible", un adjetivo cuya existencia hasta ahora ignoraba. Es decir, que soy de esos a los que las bajas temperaturas, la reducción de las horas de luz, el viento gélido o la niebla les afecta a su estado de ánimo. No es que caiga en depresión, pero tengo desde luego peor humor. Esa misma ciencia que lo tiene estudiado me dice también que no soy nada original, que lo de ponerse mohíno con estos fríos crueles que hemos padecido le pasa a la mayoría de los mortales.
Solo saber lo que nos va a costar el calentar la casa ya justificaría entrar en barrena, aunque no es eso a lo que se refieren los expertos. Lo que tienen comprobado es que el frío provoca en el ánimo de los humanos una sensación de angustia y aislamiento. Un ambiente gélido como el que hemos vivido estos días acobarda a la gente y a los que tienen poca chicha aún más, los gorditos, por razones obvias, suelen llevarlo mejor. Es verdad que por contra el calor extremo predispone al aletargamiento y a la irritabilidad, sin embargo las bajas temperaturas rebajan notablemente la capacidad de esfuerzo. El físico y yo diría también que el intelectual, porque cuando estoy helado me cuesta hasta pensar.
A las consecuencias del descenso en los termómetros hay que añadir los efectos de la falta de luz solar. El sol es la gasolina de la vida y su ausencia retrae el ánimo de la mayoría de los mortales. A todo se acostumbra uno y en los países nórdicos el personal tiene el ADN aclimatado para tales inclemencias, lo que no obsta para que en ciudades como Estocolmo los psiquiatras prescriban la fototerapia como un tratamiento habitual contra la depresión. Tal es su convencimiento que en aquellas latitudes hay poblaciones donde han instalado incluso lámparas en las paradas de autobuses a modo de sucedáneo de la luz solar. O sea, que a ellos el frío también les parece indeseable.
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