El mundo está cambiando a un ritmo vertiginoso y a quienes llevamos ya un tiempo intentando entenderlo -y, desde luego, vivirlo- nos pasa como al de aquella pintada que un poeta ecuatoriano vio en una pared de Quito, Mario Benedetti adoptó rápidamente y Juan Cruz cita de vez en cuando: "Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas".

Terminamos el 2016 perplejos y empezamos el 2017 más perplejos todavía, buscando respuestas a unas preguntas que van cambiando deprisa, como el mundo. Hasta ahora, las que vamos dando son poco estimulantes. Hemos hecho presidente a Donald Trump -que es como parece y se parece muchísimo al candidato que hace unos meses pocos tomaban en serio- hemos iniciado la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, hemos dado alas a personajes como Marine Le Pen, hemos puesto al frente del parlamento europeo a Antonio Tajani, fundador con Berlusconi de Forza Italia, y hemos puesto al frente de la tierra a individuos como Putin, que presume de que en Rusia "tenemos las mejores putas del mundo" y a otros y otras -no se puede olvidar en esta relación a la británica Theresa May- que enseguida se les calienta la boca y anuncian ‘guerras comerciales’ o incrementos del gasto militar, como Trump, para poder hacer unas cuantas guerras de las de siempre.

El problema es que la política es la única arma que tenemos para defendernos de los males que nos acechan los ciudadanos de a pie, esos que no queremos saber nada de guerras, Cuando la política se convierte en un mal, no solo nos quedamos perplejos sino también indefensos, y como el del chiste, colgados del barranco, miramos hacia arriba preguntando: -¿No hay nadie más ahí?

Lo buena noticia es que en España todavía podemos defendernos. Los cambios que hemos iniciado en estos años (renovación de liderazgos, rediseño del mapa parlamentario, aparición de nuevas opciones) denotan salud política. Aunque no hayamos llevado el poder democrático a su máxima expresión, que es echar a los que mandan, hemos echado a unos cuantos, hemos obligado a revisar sus conductas a los que quedan y hemos metido presión a las instituciones. En el Congreso se están utilizando palabras  como acuerdo, perdón, diálogo, reforma o derogación, que hace tiempo que no se utilizaban y que muchos ciudadanos reciben con alivio. En el Senado los presidentes de las comunidades autónomas se han reunido por primera vez en cinco años para hablar de sus cosas, que son las nuestras.

La mala noticia es que en esos acuerdos no sabemos quienes están (para ver cómo se desarrollan habrá que saber primero quien manda en el PSOE) y no están todos los que tenían que estar. En algunos queda fuera Ciudadanos, muy a su pesar, y en casi todos queda fuera Podemos, donde ahora están debatiendo si quieren jugar y cómo quieren jugar a la democracia parlamentaria. Una pena, porque son justamente esos dos partidos los que mejor representan la voluntad de cambio de la sociedad, junto con los independentistas catalanes de variada especie, que han optado ya por quedar fuera de juego.

Todo indica que la definitiva línea del PSOE no la conoceremos hasta el verano y la de Podemos tardaremos aun más tiempo en conocerla. Aunque el mes que viene pasen a una nueva etapa, en Vistalegre, no es probable que de un día para otro encarrilen los problemas de un colectivo complejo y dispar, que unos días actúa como un partido político y otros no, donde parece que el principal debate consiste en saber si se constituyen en movimiento organizado o en movimiento desorganizado, peleándose de paso para ver quien organiza o en su caso controla el movimiento, porque hasta el movimiento menos organizado es susceptible de control, ya se sabe.

Cinco millones de votantes, que podrían ser más, asisten a ese debate, ajeno a sus preocupaciones cotidianas, esperando respuesta a una de esas preguntas nuevas que nos hacemos todos últimamente: ¿Podemos o no Podemos?