
Cuando me preguntan por una historia representativa de la Transición (me lo preguntan mucho, porque he escrito un libro titulado 333 historias de la Transición, precisamente) siempre recuerdo dos. La primera tiene como protagonista a un jovencísimo diputado por Barcelona. Pelo negro, flequillo, sonrisa bondadosa. Está hablando con un periodista, tan joven como él, junto a una puerta lateral del Congreso, en la calle Fernán Flor. A su lado pasa una familia con una niña de unos diez años, que se acerca:
-¿Es usted diputado?
-Yo no, reina, pero este señor sí.
La niña se dirige al parlamentario y le ofrece lo único que tiene: una cajita de caramelos.
El diputado se llama Ernest Lluch. Es un hombre de bien al que unos terroristas asesinarán en el garaje de su casa muchos años después. Antes será ministro, en uno de los primeros gobiernos de Felipe González. Cuando, recién nombrado, llegue al piso que comparte con otros seis diputados y vea que uno de ellos ha ocupado su cama, le explicará:
-Oye, que me han hecho ministro, pero no me han puesto piso…
El episodio de los caramelos aparece en mis historias con el título de Hubo un tiempo en el que amábamos a nuestros políticos. Es verdad. Los amábamos. Porque hacían y decían cosas interesantes, porque defendían el bien común, porque intentaban hacer lo que los ciudadanos esperaban de ellos, porque tenían sentido de la Historia, con mayúscula, y protagonizaban sugestivas historias, con minúsculas. Otra que siempre recuerdo es la entrevista de Santiago Carrillo y Adolfo Suárez el 27 de febrero de 1977. Suárez lleva poco más de medio año en el poder y Carrillo dirige un Partido Comunista que todavía no había sido legalizado. Se reúnen en secreto en un chalé del abogado José Mario Armero. Uno representa a la España que ganó la guerra, ha hecho carrera con el franquismo y ha llegado a la presidencia por empeño del sucesor elegido por Franco, el Rey Juan Carlos. El otro representa a la España derrotada, la de la clandestinidad y el exilio. En esa reunión, que dura algo más de cinco horas, no cierran ningún acuerdo, se limitan a tomarse las medidas y a escucharse. Pero cada uno de ellos decide fiarse del otro, pactar y ceder, que es el requisito obligado de todo pacto. «En cinco horas aprendí más de política que en cinco años en la facultad de Derecho», diría Suárez, tiempo después. Esas cinco horas cambiaron España. Ahí estaba el embrión de un proceso de que se hizo carne con los acuerdos de la Moncloa y alcanzó su plenitud con la Constitución.
A Suárez los franquistas lo llamaban traidor, la palabra más fea del diccionario de quienes consideraban España un botín de guerra. A Carrillo en la izquierda lo llamaban pactista e incluso «cochino pactista», grave insulto para quienes pregonaban la revolución o por lo menos la ruptura, frente a una reforma o una ruptura pactada que es la que al final obtuvo el aval de los ciudadanos. Quienes pusieron los cimientos de esos pactos no se dejaron pelos en la gatera: se dejaron el pellejo. Tanto ellos como sus siglas (UCD y PCE) fueron borrados del mapa en las elecciones de 1982, lo que permite advertir que el suyo había sido un trabajo bien hecho, porque se trataba de construir una democracia y la democracia no sólo consiste en elegir dirigentes sino también en echarlos, que es lo que nunca se puede hacer en una dictadura.
¿Y por qué recuerdo estos episodios? Porque desde hace diez meses vemos a los políticos ahogarse en el vaso de agua de unas negociaciones. Aunque el ambiente es menos hostil que el de aquellas viejas historias de la Transición los resultados son mucho peores. Una y otra vez llegan al tope de su incompetencia, mientras repiten los mismos tics. Aquí nadie quiere perder territorio, ni siquiera los investigados por corrupción. Aquí todos quieren caer de pie y ninguno está dispuesto a terminar como terminaron Carrillo y Suárez.
Tendrán sus razones, no digo que no. Pero no pretenderán que, encima, les demos caramelos.
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