Hay una cosa que se suele olvidar cuando se habla de la Constitución española: es una de las más avanzadas de nuestro tiempo. Lo era cuando se redactó, lo sigue siendo cuarenta años después y, gracias a eso, nuestra democracia es también una de las más avanzadas de la tierra.
No hablo por hablar. En algunos debates públicos he retado a que alguien me dé una lista con quince democracias más sólidas y progresistas que la española y nadie ha sido capaz: todos empiezan a renquear al llegar a la séptima u octava, una vez citadas Francia y otras democracias europeas entre las que, curiosamente, hay varias monarquías parlamentarias.
¿Que en algunas cosas urge darle un retoque? Por supuesto, en muchas. Baste recordar que en su texto no aparecen citadas con sus nombres las comunidades autónomas ni otros elementos de nuestra identidad política actual como que un comisario finlandés nos diga cómo tenemos que pescar las sardinas.
Pero si por mí fuera (y eso sería posible si hubiera detrás la voluntad política necesaria) esa reforma la haría mediante enmiendas o disposiciones adicionales, dejando tal cual el texto base original. En ese texto, que tiene su antecedente inmediato en los Pactos de la Moncloa, está la huella de quienes se dejaron el pellejo en la lucha por la libertad y el progreso.
Es verdad que al final pactaron con franquistas reciclados (y suficientemente listos como para saber que no podía haber franquismo sin Franco), pero también es verdad que ese pacto fue reclamado, urgido y vigilado desde la calle por los ciudadanos, que finalmente lo sancionaron en las urnas. ¿Quedaron candados cerrados? Puede ser. Pero quedó el instrumento para abrirlos: la democracia.
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