CARLOS G.MIRANDA. ESCRITOR
OPINIÓN

La crónica del treintañero: 'Salí solo de copas y esto es lo que aprendí'

Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.
Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.
JORGE PARÍS
Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.

Llevo todo el mes de agosto trabajando, pero la semana pasada al fin me encontré con una noche libre en el calendario. Estaba hasta arriba de ganas de disfrutarla, así que me di un paseo por los grupos de Whatsapp, a ver quién se apuntaba a tomar una. Tuve pocas respuestas y las más desconsideradas incluyeron fotos en la playa de esas de piernas o salchichas. Mis amigos estaban todos de vacaciones. Probé con primos, amigos de esos que nunca ves y hasta con gente que sólo conocía de redes sociales. Nada, todos se habían puesto de acuerdo esa noche para dejarme solo en la ciudad, así que tuve que hacerme a la idea de que me pasaría mi noche libre colgado.

En casa no me apetecía nada quedarme, que para mí es sinónimo de oficina porque es donde trabajo. Pensé en apostar por un cine, que es un plan de los que hago sin compañía, pero la realidad es que a mí me apetecía salir de copas y mover el esqueleto, que me lo había ganado. Aunque ir de bares o a una discoteca solo es raro, ¿no? Vamos, en dos décadas de salidas nocturnas, yo nunca lo había hecho. Creía que si iba sólo de fiesta todos me mirarían diciendo que era un colgado o, peor, que tenía delirium tremens, aunque también pensaba que muchas noches acabo conociendo gente en los bares... ¿No pasaría lo mismo si llegaba sólo a uno? Guiado por la necesidad de desmontar mitos sobre la soledad, me propuse averiguarlo, en plan experimento sociológico. Esto es lo que aprendí:

1. Mejor salir de la zona de confort. Después de pegarme un duchazo, vestirme con una camisa de las que mi madre odia y echarme colonia, me lancé a la calle. Lo primero que hice fue ir a la zona por la que suelo salir, Malasaña, pero en seguida me di cuenta de que me asomaba por mis bares habituales para ver si me encontraba con alguien conocido. Eso no era salir solo, sino dar una vuelta deseando  toparme con un plan al que acoplarme y yo estaba decidido a llevar el experimento hasta el final, así que tomé una decisión drástica: alejarme de mi zona de confort (vale, también lo hice por miedo a encontrarme con algún conocido que pensara que era un colgado). Dejé atrás Malasaña, crucé Bilbao y puse rumbo a la Plaza de Olavide. Lo sé, no me alejé mucho, pero es que en verano el metro por la noche pasa de tanto en tanto. Lo importante era que iba a una zona en la que la probabilidad de encontrarme con alguien conocido era de cero. Justo lo que necesitaba para mi experimento.

2. Sentarte en una terraza no es buena idea. O sí, si estás en la playa, pero yo tenía vistas a unos contenedores… Mi objetivo era pasar una noche diferente, divertirme con lo que me fuera encontrando y, si se daba el caso, conocer gente. En una terraza no hay música y los grupos están hechos en torno a las mesas, así que hay pocas probabilidades de interacción. Además, mi mayor temor, el de los cuchicheos de la gente comentando quién era ese colgado, se materializó. Les despejé las dudas a ese grupito de chavales graciosillos que me señalaban pidiendo algo de picar. Tener la nevera vacía y salir a cenar solo es más normal ¿no? Mientras me comía el pincho de tortilla, me centré en mirar en mi móvil que estaba pasando en Twitter hasta que terminé por aceptar que me estaba aburriendo como una ostra. Pero aún no eran ni las doce, así que decidí darme otra oportunidad en un lugar en el que la soledad estuviera libre de críticas. Antes de irme, les pedí a los chavales que me hicieran una foto. Les conté que era para un experimento sociológico que estaba haciendo, no fueran a pensar que era un colgado…

3. Un concierto es un planazo al que ir solo. Una salida en la que hubiera música en directo sonaba mucho mejor como opción solitaria; como mínimo, tendría algo en lo que centrar la vista que no fuera la pantalla de mi móvil, que me estaba puliendo la batería a la velocidad de estudiante en la biblioteca. Elegí uno que me pillara cerca, El Junco, que es un clásico de la capital en el que siempre hay conciertos de música jazz y blues a primera hora. Ese plan, que no suelo hacer cuando salgo con mis amigos, era perfecto para mi experimento, así que entré ansioso por tomarme un gin-tonic mientras disfrutaba del concierto. No había mucha gente y tampoco estaban los instrumentos del grupo preparados en el escenario, pero pensé que sería porque aún era pronto. Media hora después, pelín angustiado porque todos los que había por allí estarían pensando que era un colgado, le pregunté al camarero si faltaba mucho para que empezara la actuación. Me contó que esa noche no había concierto, así que estaba como en la terraza, pero a cubierto y con un 10% de batería en el teléfono…

4. Habla con los camareros. Bueno, sólo si no les molestas con el trabajo. Lo de que los camareros son los mejores psicólogos, es una verdad como un templo. El que me había contado lo del concierto (que justo tenía un cargador de mi móvil), me vio en la cara que algo de conversación no me vendría mal, así que acabé contándole lo de que había salido solo para hacer un experimento sociológico, que no es que fuera un colgado ni nada de eso. Pablo, que era como se llamaba mi nuevo mejor amigo camarero, no se mostró muy sorprendido. Me contó  que hay mucha gente que sale sola, sobre todo extranjeros que están de viaje con ganas de disfrutar la noche madrileña sin miedo por empezarla con falta de compañía. Una barra es un sitio estupendo para conocer gente, así que, animado por Pablo, me lancé a a comentar marcas de ginebra (como si supiera diferenciarlas) con unos cuantos que se acercaron a pedir copas. La mayoría fueron bastante majos, y el camarero me presentó a un par de habituales, aunque no conseguí alargar mucho las conversaciones. Pablo me aconsejó que mejor no contara lo de que estaba haciendo un experimento: “Es más raro hacer experimentos sociológicos que salir solo”.

5. Hay que bailar. La noche se fue animando y el bar llenando de gente, tanto que llegó ese momento en el que si estaba en la barra molestaba a los que quería pedir copas. Total, que decidí moverme por la sala, prometiéndome que no me justificaría por estar solo. La gente se dividía entre los que charlaban y los que movían el cucu, así que me uní a los segundos que era más fácil hacerlo sin compañía. Normalmente no soy muy bailongo, suelo centrarme en mover un poco las piernas mientras hablo, pero ahora no tenía con quién darle a la lengua y guardo más ritmo dentro (ahí está mi gato cuando pongo música en casa para corroborarlo), así que me deleité un poco más en los pasos. No sé si fueron las copas que ya me había tomado (tampoco tantas, que no quería agarrarme una cogorza que me convirtiera en el numeritos del bar sin tener amigos cerca que me salvaran), o qué, pero, por primera vez en toda la noche, dejé de pensar en que estaba colgado e intentaba justificarlo con lo del experimento, y me centré en pasármelo bien. Funcionó.

6. Conoce gente diferente. Eso de que la angustia se lee en la cara, es otra verdad como un templo. Justo cuando me olvidé de la soledad y me puse en modo disfrutón, las conversaciones con desconocidos empezaron a ser menos forzadas. Entre canción y canción, acabé uniéndome a la clase para aprender el moonwalker que una chica le daba a sus amigos. Así conocí a Ginés, Paloma y Alfonso, y luego a Sheila, David, Marta, Paul, Caroline… En sólo un par de horas, ya tenía varios grupos con los que charlar, bailar y divertirme. Gente muy diferente entre sí, y más aún de los grupos con los que estoy acostumbrado a salir. No compartía con ellos profesión, ni amigos en común, aunque nos unían las ganas de pasárnoslo bien. Cuando el local echó el cierre, nos despedimos con abrazos y contactos en redes sociales. Hemos quedado todos en cuanto me quite el trabajo de encima, para celebrarlo.

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