CARLOS G.MIRANDA. ESCRITOR
OPINIÓN

La crónica del treintañero: 'Perdí las lentillas en la playa y descubrí que no sobreviviría a un apocalipsis zombi'

Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.
Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.
JORGE PARÍS
Carlos G. Miranda, colaborador de 20minutos.

La semana pasada apagué el ordenador y me fui a ocupar el sofá cama de unos amigos de Málaga. Ellos aún no estaban de vacaciones, así que a la playa me tocaba ir solo y luego por la tarde se encargaban de entretenerme. En realidad, ese rato de soledad era justo lo que más me apetecía; pasar el día tirado en la arena leyendo la prensa, comiendo calamarcitos en el chiringuito y pegándome chapuzones. Aunque tenía un pequeño problema… Bueno, dos. Soy miope, mucho. Tengo más de cinco dioptrías en cada ojo a las que se suma el astigmatismo. Sin gafas, para mí el mundo son machas de colores.

El caso es que me llevé a Málaga unas lentillas de esas de usar y tirar para no tener que bañarme con las gafas puestas, aunque las lentes de contacto y yo no nos llevamos muy bien. Hace unos años las usaba más, pero me salió una infección en los ojos y me tuve que olvidar de ellas. Fue culpa mía que, en aquella época, si me quedaba a dormir por ahí y no tenía el botecito de las lentillas (pasaba nueve de cada diez veces) las dejaba en un par de vasitos con agua, añadía un poco de sal y, hala, solución salina (lo sé, eso no era solución salina, pero yo era joven y de letras). Total, que me prohibieron ser químico y usar lentillas, que corría el riesgo de quedarme ciego, pero ya ha pasado una década de eso y mi óptica me dio el visto bueno, así que en mi primer día de playa me puse el bañador, cogí la toalla, me coloqué las lentillas y dejé las gafas en casa.

La playa estaba hasta los topes, aunque había una zona bastante más despejada en la que planté la toalla. Estaba rodeado por un grupo de italianos ligones que vacilaban con un balón de fútbol, un par de chicas que estaban hasta las narices de que los italianos pasaran corriendo a su lado y las llenaran de arena, y una familia de esas que van con la nevera portátil, la radio y una pérgola enorme. Lo primero que hice fue untarme bien de crema, que soy de los que con el sol se ponen como los alemanes. Nunca es buena idea frotarse los ojos cuando tienes las manos llenas de bronceador y mucho menos si llevas lentillas, pero es que en poco más de una hora ya me molestaban como si tuvieran clavos. El caso es que, de tanto rascarme, una lentilla acabó en mis dedos pringosos. Mi yo joven se la habría metido en la boca para limpiarla, pero el de ahora sabía que en la saliva hay bacterias así que me acerqué a la familia de la pérgola naranja a pedirles un poco de agua y enjuagarla. Colocarse una lentilla en la playa mirándose en la pantalla del móvil no es tarea fácil. Hacerlo con unos italianos jugando al fútbol que te llenan de arena el dedo con la lentilla cuando pasan corriendo a tu lado es una misión imposible. La madre de la familia, que estaba hasta las narices de su hijo Manolito porque se iba a cazar Pokémons con su móvil a la orilla, me dejó otra vez la botella de agua, me ayudó a que me la colocara sujetando su espejito de maquillaje y me regaló una pulguita de jamón.

Con las dos lentillas de nuevo en su sitio, fui a pegarme el primer bañito del verano. En cuanto entré en el agua, comprendí por qué en esa zona había menos gente que en el resto de la playa. Parecía que allí alguien había desplumado una granja entera de pollos y ahora flotaban todas las plumas en el agua. No podía alejarme mucho, que había dejado mis cosas sin vigilancia y desde donde estaba podía verlas, así que aparté las plumas como pude y me centré en bucear un poquito (sin abrir los ojos, que no se me había olvidado que llevaba las lentillas). Cuando mi barba empezó a parecer una gallina, decidí que había llegado el momento de volver a la toalla.

Un rato después volvió a entrarme el calor, aunque esta vez le pedí a la madre de Manolito que me echara un ojo a la toalla para poder buscar una zona en la que bañarme en la que no hubieran hecho una guerra de almohadas. La encontré en donde estaba todo el mogollón (si es que la gente no es tonta). Gracias a las lentillas, veía la pérgola naranja de la familia a lo lejos, así que me lancé al agua y me pegué un baño de esos en los que se te arrugan las yemas de los dedos. Y justo cuando más me había alejado de la orilla, los que estaban en el agua echaron a correr hacia fuera, y los de la arena a recoger las cosas con urgencia. Escuché voces que advertían de que venía el Melillero. Seguí la dirección hacia la que señalaban, en el mar, y me comí una de las olas que provoca el barco que une Málaga con Melilla y que hace subir la marea. Me tragué otra que se llevó una lentilla, y creo que la última ola fue la que me robó la del otro ojo.

A pesar de que sin gafas me cuesta llegar de la cama al cuarto de baño, conseguí distinguir la orilla de las boyas y volví a tierra firme. Deshice el camino buscando la pérgola naranja por la arena, pero sin lentillas los colores de todas las sombrillas se mezclaban. Era como estar en una tienda gigante de Desigual. Además, con la subida de la marea, la playa había cambiado igual que el tablero de un juego de esos que juegan contigo. Caminé hasta llegar al extremo de la playa sin conseguir encontrar a la familia de Manolito; también dejé atrás a unos cuantos muchos enemigos a los que les pisé la toalla sin querer. Intenté buscar a un socorrista, o una de esas parejas de policías que pasean por la playa, pero igual que no conseguía ver la pérgola naranja, tampoco di con ellos. Un señor me ayudó a buscar mi toalla, pero creo que sus gafas estaban mal graduadas porque confundió el chiringuito con el puesto de la Cruz Roja.

Llevaba un rato intentando evitarlo, pero al final me dejé llevar por el pánico. Es que yo sin gafas me siento desprotegido. Siempre he pensado que en un apocalipsis zombi, si se me rompieran, sería de los primeros en caer. Pero entonces pasó a mi lado uno de esos que van cargados con bolsas gritando “¡Cocacola, Fanta, Cerveza fría!” y caí en el modo de llegar hasta mi toalla. A cambio de que yo le llevara las bolsas, el hombre aceptó añadir después de la lista de bebidas “¡Madre de Manolito, que le está buscando el de las lentillas!”. La cosa iba bien, estaba convencido de que funcionaría, hasta que, de pronto, el latero se marchó corriendo. Pensé que igual era porque venía otra vez el Melillero, pero los que llegó fue una pareja de policías. A buenas horas… Me tomaron por vendedor ilegal y me pidieron la documentación, que estaba con mi toalla perdida. Yo ya me veía palpando casi a ciegas las rejas de la celda, pero se aclaró todo cuando al fin apareció la madre de Manolito, que también llevaba un rato buscándome por la playa. Es que con la subida de la marea al niño se le cayó el móvil al agua y tuvieron que ir de urgencia a comprar arroz para secarlo...

Total, que me pasé el resto de la semana en la playa con gafas. Me compré un cordón de esos para sujetarlas al cuello, no fueran a irse de viaje con El Melillero cuando pasaba. He vuelto a Madrid con un buen moreno en los hombros, y plenamente convencido de que en un apocalipsis zombi los de las gafas caemos los primeros.

Me voy de Málaga antes de que la infección vaya a más.

Un vídeo publicado por Carlos G. Miranda (@carlosg.miranda) el28 de Jul de 2016 a la(s) 1:55 PDT

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