ÁNGELES CASO. PERIODISTA
OPINIÓN

Los juegos de la desdichada Río

Ángeles Caso.
Ángeles Caso.
JORGE PARÍS
Ángeles Caso.

Como a casi todo el mundo, me gustan los Juegos Olímpicos. Son para mí una ocasión de ver competir a los mejores en algunos deportes que me interesan especialmente y que no transmiten demasiado a menudo por televisión, como el atletismo, la gimnasia o la natación. A veces soy capaz de poner el despertador a altas horas de la madrugada para ver la final de los 100 metros o la llegada de la maratón, y hasta me emociono con la emoción de algún atleta en medio de la casi siempre odiosa parafernalia de banderas e himnos.

Ahora bien, mi entusiasmo no me hace olvidar la ciudad en que se están celebrando. Y si en 2008 protesté contra los Juegos de Pekín, que supusieron en muchos aspectos una enorme falta de respeto a los derechos humanos, ahora protesto contra los de Río de Janeiro porque ha ocurrido lo mismo, aunque a casi nadie le apetezca reconocerlo. A falta de que lleguen aún las grandes pruebas, creo que, mientras permanezca contemplándolas en la tele, no podré evitar que mi imaginación se vaya hacia lo que está más allá de los estadios fulgurantes y los campos deportivos a estrenar, hacia las gentes miserables, los niños armados con pistolas y las mujeres sin más horizonte que parir hijos mientras esperan que la vida les regale un compañero que se quede a su lado. Hacia todos los muertos que ha habido en los últimos tiempos en las favelas y los morros a manos del ejército, la policía y las "milicias" –grupos parapoliciales ilegales pero permitidos porque desarrollan un trabajo sucio que a menudo nadie quiere asumir–, en un cruel intento de "limpieza" de una ciudad devorada por la violencia y la miseria. Y hacia todos los que ahora permanecen prácticamente enjaulados en sus barrios pobres, sometidos al control del ejército para evitar que "ensucien" el Río de los turistas olímpicos.

No sé si me resultará posible disfrutar de Usain Bolt o de Michael Phelps batiendo récords y no lamentar entretanto que los millones de dólares que se han invertido en permitirles competir en las mejores condiciones posibles no se hayan destinado a las cosas que la gente de allí necesita con urgencia: educación para todos –una utopía todavía en esa ciudad–, sanidad pública decente, viviendas dignas, trabajo honrado, alcantarillado, electricidad, descontaminación de las aguas.

Estallaron los fuegos artificiales la noche de la inauguración y volverán a estallar el último día, y cuando caigan al suelo las chispas finales, Río no se habrá convertido en una ciudad mejor. Por el contrario, los Juegos habrán dejado unos cuantos estratos más de corrupción, pobreza y violencia sobre esa desdichada ciudad que alguien vendió un día –y alguien compró– como una magnífica urbe democrática. Pobres cariocas.

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