JOSE ÁNGEL GONZÁLEZ. PERIODISTA
OPINIÓN

Adiós, empatía. Hola, narcisismo

José Ángel González, escritor y periodista.
José Ángel González, escritor y periodista.
JORGE PARÍS
José Ángel González, escritor y periodista.

Desciende entre los humanos y aumenta entre los bonobos el contagio de bostezos. La frase no es una chanza y esconde una macabra realidad: el final de la empatía y el explosivo crecimiento del narcisismo peligroso, psicótico, viral, yihadista en su irracionalidad.

El contagio de los bostezos, cuando el de uno es respondido por los de quienes le rodean, solamente se da entre dos especies que, no es casualidad, comparten el 98% del ADN: el ser humano y el chimpancé pigmeo, el bonobo. Pueden bostezar elefantes, peces, serpientes, tortugas, aves, lagartos y centenares de animales más, pero solamente bonobos y hombres se transmiten entre iguales la acción incontrolada de abrir la boca, separar los maxilares al límite, inhalar, etc.

El descenso del contagio de bostezos entre los homo sapiens no es un asunto pueril, sino que importa bastante porque bostezar es quizá la forma más básica de empatía, la capacidad cognitiva de sentir al otro y conectar emocionalmente con los demás. Bostezo porque tú lo haces e incluso por una sabiduría atávica sé que me indicas algo que comparto: quizá que nos vayamos a otra parte, que es hora de dormir, que este tipo que nos habla es un pelma...

La palabra empatía sólo se usa desde hace poco más de un siglo y nada tiene que ver con sentimientos como la compasión o el altruismo. Cuando se habla de empatía nos referimos a ponernos en la situación del otro, una capacidad que se consideraba innata al género humano, un don que nos separaba de lo bestial.

Los últimos estudios demuestran que también en empatía, como en contagio de bostezos, descendemos por el tronco del árbol evolutivo y somos cada vez más inhumanos. Una encuesta entre alumnos de institutos de los EE UU constata que el nivel ha bajado un 40% desde 2000 y que los chicos son los primeros en admitirlo: el 75 % afirma ser menos empático, sentir menos al prójimo, que sus padres.

Los autores de algunas de las matanzas en terreno europeo en las últimas semanas eran particularmente similares en edad y perfiles sicológicos: tenían entre 18 y 31 años, habían nacido en el continente y estaban cargados de ira hacia los otros —que fuese por motivos religiosos o raciales, igualmente descabellados ambos, solo los iguala de manera aún más inquietante—. Pertenecían a la Generación Yo —también llamada Generación Mírame—, que ha sustituido con la llegada del siglo XXI a la Generación Nosotros que primó en el XX.

La actividad última del asesino de Niza antes de poner en marcha su camión-ariete fue enviar unos cuantos selfies desde el móvil. Era el acto definitivo de un enfermo de Desorden Narcisista de la Personalidad (NPD en las siglas inglesas), un síndrome psiquiátrico que afecta, según datos epidemiológicos, a uno de cada diez adolescentes y postadolecentes de Europa y los EE UU —hace dos décadas la proporción era de uno de cada 30—.  El prontuario de referencia Manual de Diagnosis y Estadística de Enfermedades Mentales (DSM, que va por la quinta versión, anota 300 desórdenes y sigue engordando gracias a la psicotización del mundo), enumera nueve síntomas para considerar si un narcisista es algo más que un sobrado de sí mismo y se ha convertido en una bomba humana con la espoleta bien dispuesta:

  • Grandioso sentido de la propia importancia
  • Preocupado con fantasías de éxito ilimitado, poder, belleza o amor ideal
  • Es especial y cree que sólo puede ser comprendido por otras personas especiales.
  • Necesita una admiración excesiva.
  • Se siente con derecho a recibir un trato favorable.
  • Es explotador en las relaciones personal.
  • Carece de empatía: no está dispuesto a identificarse con los sentimientos y necesidades de los demás.
  • Es envidioso de otros o cree que otros le tienen envidia.
  • Es arrogante y de comportamiento altivo.

Sólo es necesario mirar alrededor para constatar cómo se ha extendido la epidemia del narcisismo, entramada con la creciente psicopatía social y personal. Los síntomas culturales son, entre otros, aumento del materialismo, violencia pública y  agresiones irracionales —aunque los delitos comunes bajan, nunca hubo más crímenes de odio racial o sexual, más ataques a homeless, más atropellos automovilísticos con huida del culpable sin prestar ayuda a la víctima...—, autopromoción, deseo de singularidad, individualismo y autoadmiración entendida como mérito... ¿Resultado? Muchos de quienes nos rodean parecen estar aquí, pero en realidad residen en la Tierra de la Fantasía Grandiosa. Están aislados en ese mundo falso. No bostezan.

Vivimos entre falsos ricos, admiramos la falsa belleza de la cirugía plástica y la toxicidad cosmética, aplaudimos a falsos atletas gracias al dopaje, ayudamos a la construcción de celebridades falsas en los reality shows, matriculamos a nuestros hijos en colegios y universidades que falsean las calificaciones al alza, sostenemos una economía nacional falsa con 1.088.738 millones de euros de deuda pública, hemos centrado la crianza de los niños en la idea falsa de que son únicos —enseñándoles que la autoestima (“puedes ser lo que quieras ser”, la frase-fetiche de la Generación Mírame) es más importante que la justicia o la solidaridad—, tratamos con amigos virtuales que ni siquiera son tangibles, el 75% de los usuarios de Facebook —un falso medio de comunicación— usan el servicio como fuente primaria para estar informados, y hemos entregado la sociabilidad a las empresas de citas sexuales exprés on line y la mensajería instantánea —las personas de entre 18 y 25 años pasan 23 minutos al día de media haciendo texting: suficiente como para leer un libro de 200 páginas en menos de semana—.

Antes de lanzar sus nueve toneladas iracundas contra la multitud que disfrutaba de los fuegos artificiales en la costa mediterránea, el autor de la matanza de Niza hizo lo único que se le pasó por la cabeza, lo único posible, lo único que había aprendido de los semejantes a los que odiaba: hacerse unos selfies con el móvil y enviarlos a su lejana familia magrebí. Las fotos, que llegaron a destino mientras el vehículo quebraba huesos y destripaba cuerpos, mostraban la cara sonriente de un tipo cualquiera a punto de abandonar el anonimato y ser una estrella. No le importaba demasiado ser una estrella oscura porque al fin alcanzaría el derecho a brillar. En el cochambroso apartamento donde vivía encontraron muchas latas de cerveza vacías y ningún libro.

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