Víctor Orbán, el presidente de Hungría, a quien muchos describen como soberbio y despótico, se ha consagrado además como el líder rebelde de la Unión Europea. Su prepotencia no le permite asumir que la pertenencia a una organización supranacional implica derechos, pero también deberes que obligan a hacer cesiones. No concibe que desde Bruselas llegue nada aceptable que no sean ayudas económicas: entiende que la soberanía de Hungría, encabezada desde el nacionalismo, es inalterable. Nadie puede darle instrucciones ni hacerle recomendaciones.
Por eso hace tiempo que su enfrentamiento con las instituciones comunitarias empieza vislumbrarse como insostenible. Primero fueron sus actitudes agresivas contra los refugiados e inmigrantes, ahora es su empeño homófobo e inhumano contra los miembros del colectivo LGTBI y, entre tanto, decenas de actitudes de desobediencia cuando no de mofa de las normas que emanan del consenso de los veintisiete miembros. Pertenecer a la UE no es obligatorio y sin embargo, él lo desprecia como una rémora que le resta poder.
La Organización, representada desde su sede en Bruselas, comienza a comprender que la continuidad de Hungría se está volviendo insostenible. La actitud permanente de Orbán y su Gobierno complica los proyectos, retrasa su ejecución con perjuicios para los demás, y siembra un pésimo ejemplo ante los otros miembros y su forma de plantear diferencias y discrepancias.
Hasta ahora ningún país ha sido expulsado y hacerlo no es fácil. Siempre está presente la esperanza democrática de que las elecciones cambien las actitudes. Pero por vez primera empieza a contemplarse en serio apartar a Hungría de sus derechos y congelar su continuidad. La estabilidad europea radica en la permeabilidad diplomática y el respeto a la identidad de los miembros, pero en caso de Hungría se está saltando el límite.
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