Cuando la sociedad se enfrenta a un problema tan grave e inesperado como el que provoca una pandemia por una enfermedad nueva, pretender que todas las decisiones que adoptan los responsables públicos sean acertadas es una quimera en la que nadie debe confiar. Es lógico que se cometan errores y que, a menudo, quien está obligado a tomar medidas se encuentre ante situaciones imposibles en las que no sepa qué hacer, o en las que tenga que elegir entre dos opciones igual de malas. No se puede entender con esa misma indulgencia el empeño de quienes tienen la responsabilidad de la gestión sanitaria en complicar su labor innecesariamente, con disputas que les alejan del objetivo prioritario –que es superar la pandemia– y les introducen en batallas políticas egocéntricas evitables y perjudiciales.
"Perder tiempo y energías en batallas absurdas y que, además, no se pueden ganar, desvía los esfuerzos de la tarea de acabar con el virus"
Un ejemplo muy destacado lo tenemos estos días con la ira apenas contenida que muestra el Ministerio de Sanidad ante la decisión casi unánime de los españoles menores de 60 años a los que se administró la primera dosis de AstraZeneca: han optado por ponerse la segunda dosis de la misma marca, en contra de la recomendación de ese ministerio. Habían surgido dudas sobre la seguridad de esta vacuna debido a algunos casos de trombos, pero tanto la autoridad sanitaria europea (EMA) como la Organización Mundial de la Salud (OMS) certificaron la idoneidad de AstraZeneca, en línea con las vacunas de Pfizer, Moderna o Janssen. Así lo asumió el Gobierno español y así se lo trasladó a la población con mucha insistencia y con el apoyo decidido de la mayoría de los medios de comunicación, que hicieron de altavoz.
Pero ahora, la decisión de la casi totalidad de las personas afectadas de ponerse AstraZeneca ha sido interpretada en Sanidad como una desautorización y una muestra de falta de credibilidad. Y es comprensible ese análisis, porque resulta muy ilustrativo que alrededor de dos millones de personas hayan sido invitadas por los responsables de salud del Gobierno a ponerse una vacuna determinada y, en el ejercicio de su libertad, hayan decidido inocularse otra. Menos justificable resulta que esa desautorización social se haya traducido en el lanzamiento de fuegos artificiales sobre una supuesta confabulación de empresas malvadas, políticos irresponsables –de otros partidos, por supuesto–, oscuros lobbies y canallescos medios de comunicación, todos ellos reunidos en un contubernio para dejar al Ministerio de Sanidad en mal lugar haciendo campaña para que la gente se ponga AstraZeneca.
Perder tiempo y energías en batallas absurdas y que, además, no se pueden ganar, desvía los esfuerzos de la tarea a la que se deben dedicar: acabar con el virus.
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