Tengo la suerte de conocer más de un centenar de países y la primera conclusión que se me viene a la cabeza es que el menos atractivo para hacer turismo es Arabia Saudita. Primero, no es fácil conseguir permiso para entrar y segundo, dentro cuesta mucho moverse con libertad. Son muy pocos los curiosos que se acercan a conocer cómo es la vida medieval inundada entre millones desbocados. Sol abundante y calor abrumador, eso si, pero bebidas alcohólicas para sobrellevarlo, ni mentarlo.

La curiosidad que puede despertarle al visitante aquel territorio rico, pero desértico, sin un solo monumento o recuerdo histórico que merezca la pena, sin atractivos festivos ni gastronómicos termina en la ejecución pública de sentencias. Es pintoresca, eso sí, la imagen de la genta con sus vestidos tradicionales que choca con la comedida hospitalidad que el forastero recibe. Obviamente, no hay libertad para bañarse en bikini ni para estar informado de lo que ocurre, y a poco que uno se descuide puede acabar zurrado por los guardianes de la fe en la hora del rezo.

Como todos, Arabia es un país respetable que si algo le vuelve antipático es que todo lo quiere lo compra. Llevar turistas no quieren sus gobernantes por miedo al contagio de las pecaminosas costumbres occidentales. Tampoco puede ofrecer buenas playas para bañarse ni montañas nevadas para esquiar. Hablar de turismo en Arabia Saudí recuerda la película Pescar salmones en Yemen.

No pueden tener turistas, pero si quieren regular el que hacemos los demás. El Gobierno que ordena ejecutara periodistas en consulados, quieren llevarse a su terreno a la OMS (Organización Mundial del Turismo), que desde su función tiene su sede en España. Mejor dicho, quieren comprarla aprovechando que los organismos internacionales que reparten las sedes, no siempre están libres de tentaciones económicas por muy absurdas, injustas y ridículas que resulten las pretensiones.