
Un repetidor es un aparato que capta y amplía la señal radioeléctrica para que llegue a todas partes con eficacia. Dicen los expertos que la red que forman estas máquinas se parece a un panal de abejas formado por células hexagonales que no dejan espacios vacíos, algo que sí ocurriría si ese tejido se hiciera con círculos. La señal política funciona también de un modo parecido. En este caso, lo hace con repetidores humanos ayudados por diferentes tecnologías, desde la barra del bar hasta el retuit.
Existe un mensaje simple, una especie de comida rápida ideológica, para cada tipo de ciudadano. Un ignorante enfadado es un gran repetidor. Ponerle a ese ignorante delante de las narices una acción reprobable del adversario es un buen combustible para que el repetidor funcione. Cuando el repetidor falla, hay falta de cobertura. Esto es lo que ha ocurrido en Castilla y León y en otros lugares de España desde hace tiempo. La falta de mensaje, de acción y compromiso genera descontento. Aparecen partidos que buscan, como Quijotes posmodernos, una sublimación del “¿qué hay de lo mío?” y una venta cara e interesada del apoyo político.
La red de repetidores de los grandes partidos está saturada con mensajes planos y sin profundidad. Existe un discurso a la medida para justificar el resultado electoral de turno de todos los colores. También hay mensaje para el pacto. La extrema derecha, la extrema izquierda y la extrema cara dura de los que, en apariencia, no son tan extremos. Pertenecer siempre a un bando por definición, ceder la iniciativa y el pensamiento siempre a unas siglas nos hace también merecedores del calificativo de “extremos” y de “fanáticos”.
El reparto de los Fondos Europeos, el precio de la luz y de los combustibles, la posición política ante el conflicto en Ucrania no parecen suficientes argumentos como para elevar la voz o decirle algo a la cara al Presidente en una gala plomiza de cine en la que siempre ha habido polémicas. Siempre nos rebelamos contra los mismos. Rebelarte contra los tuyos te deja fuera de la partida.
Caminamos lentamente hacia un voto más pragmático y menos ideológico. Así lo quieren las generaciones jóvenes. Descafeinarse parece necesario para medrar. Que no te llamen rojo, que no te llamen facha. Si no hay ideología fuerte nos queda el bienestar, el bientener y una identificación rudimentaria con lo territorial. El ciudadano empieza a salir de un estado de supervivencia tras dos largos años de pandemia y no está para grandes matices intelectuales, militancias obligatorias y vergüenzas de clase. Las amenazas fiscales constantes, la falta de soluciones a las subidas de precios, la inflación y la precariedad laboral son la ideología –extrema o no- que importa ahora.
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