OPINIÓN

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Imagen de la Feria del Libro de Madrid tomada el pasado 22 de septiembre.
Imagen de la Feria del Libro de Madrid tomada el pasado 22 de septiembre.
Kiko Huesca/ Efe
Imagen de la Feria del Libro de Madrid tomada el pasado 22 de septiembre.

Acabó la Feria del Libro de Madrid, y con ella y su inédita ubicación en septiembre se inicia la nueva programación de cultural de la temporada: queda ahora consultar los datos facilitados sobre la afluencia de público y las ventas, y resta la oportunidad, in extremis, de plantearse de nuevo la Feria, su filosofía y su sentido tanto para los editores y libreros como para los escritores, como apuntaba hace unas semanas la agente literaria Palmira Márquez. ¿Es esta mezcla de editoriales gigantes y minoritarias lo que queremos, tiene sentido que autores literarios firmen codo con codo con quienes publican libros como un formato más de la explotación de su imagen?

Finaliza el verano y los nuevos hábitos de quienes visitan exposiciones, o acuden a conciertos o al teatro no son, ni serán, como los anteriores a la pandemia, pero no encajan tampoco con los que preveían los agentes culturales: a medio caballo entre el miedo y la pereza, con el cansancio que se ha generado hacia lo virtual pero la pérdida de costumbre de las citas presenciales, convocar una actividad cultural se ha convertido en una apuesta impredecible, en la que es tan probable verse sobrepasado como quedarse corto o en absoluta soledad.

"Nunca ha sido sencillo intuir qué desea en materia cultural el público español: aún se complica más la cosa cuando se intenta atraer a los jóvenes"

Algunas citas clásicas que acusaban ya el cansancio y el abandono tras la Gran Recesión, como las presentaciones convencionales de libros, se encaminan hacia su fin; puede que el modelo se haya agotado, puede que la interacción que busca el lector con el autor sea otra, o puede que el acceso directo al columnista, al ilustrador, al autor, que las redes sociales facilitan, haya hecho que ya no se escuche al escritor hablar de su obra, sino que sea el propio lector el que desee expresar su opinión sobre ella en plataformas, en valoraciones o en medios digitales. Los clubes de lectura, en cambio, bien digitales o presenciales, viven un sorprendente auge: la manera de encontrarse o de rehuirse es otra, más líquida, más versátil. El principio de autoridad se tambalea también aquí, y cede paso al protagonismo compartido. El libro es, ahora sí, un punto de encuentro, pero no como hasta ahora.

Nunca ha sido sencillo intuir qué desea en materia cultural el público español: aún se complica más la cosa cuando se intenta atraer a los jóvenes, ese evanescente objeto de deseo de instituciones y marcas. Idéntica lucha mantienen los programas de televisión, los podcasts y los streamings, que consiguen cifras de vértigo para caer luego en picado. ¿Dónde está la gente, dónde el lector, dónde la audiencia? No se trata tanto de pensar en ello como de entender un momento en el que el público cautivo es cada vez menos esclavo y más exigente, donde el límite de los egos entre quien crea y quien observa la creación se confunde y donde el borrado progresivo de la autoría y los derechos que se devengan de ella se ha convertido en una nueva amenaza para el autor. Acaba la Feria y empieza el jaleo.

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