
Es curioso. En Alemania los ciudadanos diseñan en las urnas un parlamento fragmentado y esa misma noche los candidatos se ponen a hablar de pactos, aceptando que el resultado electoral les obliga a cerrar acuerdos para formar gobierno. En España, no. En España la costumbre es que cada candidato salga denostando a los demás y diciendo que quien ha ganado es él. Aquí todavía se piensa que lo importante es ganar, aunque sea de penalti y en tiempo de descuento. Aquí tenemos políticos capaces de pasarse un año entero (ocurrió en 2016) sin aceptar el mandato de las urnas y pasándose por el forro de sus intereses la voluntad de los votantes.
Como a la fuerza ahorcan, todos van tragando con la cultura del pacto, que está en los orígenes de nuestro sistema de convivencia y lleva viva cuarenta años en ayuntamientos y autonomías, aunque las mayorías absolutas de Felipe González y la llegada de Aznar al grito de “¡váyase usté!” la condenaron por un tiempo al olvido. Avanzado el siglo XXI, Pablo Iglesias y Pedro Sánchez llevaron esa cultura a sus máximos niveles, pero a algunos todavía les cuesta entrar por ese aro democrático y les produce tremenda desazón, un poner, que quienes gobiernan en España dialoguen con quienes gobiernan en Cataluña.
En los años 70, desde la izquierda más radical llamaban “cochino pactista” a Carrillo por pactar con Suárez y desde la derecha más cafre llamaban "traidor” a Suárez por pactar con Carrillo. Conviene recordar que si no fuera por los traidores y los cochinos pactistas no tendríamos hoy una de las democracias más avanzadas del mundo. A ver si lo recuerdan los dirigentes políticos actuales, que tampoco hace falta mirar a Alemania para conocer los principios fundamentales de la democracia.
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