
El fútbol es tan maravilloso como canalla. Una geometría absolutista e imperfecta donde las líneas que lo alimentan, rectas o curvas, nacen de la imaginación de unos pocos elegidos, donde el gol se puede convertir en una de las más bellas artes y donde el rectángulo de juego, que inexorablemente es territorio compartido por jugadores y aficionados, es un gran teatro del mundo capaz de hacernos tocar el cielo o besar el infierno.
Y esto es lo grandioso de este diabólico juego, bello y perverso, ingrato y agradecido, que mueve millones y pasiones, y donde hacerlo bien o mal tiene relativa importancia y ganar o perder es a veces tan solo cuestión de método; un universo paralelo donde los unos y los otros vamos intercambiando estados de ánimo en función del marcador final, pero donde, como por sortilegio, todo vuelve a empezar de nuevo para acabar otra vez 90 minutos después… y así una y otra vez. Y no hay nada que pueda apagar el fuego que provoca esta vida que vivimos cuando contenemos la respiración y empieza a rodar el mundo.
Esto es el fútbol: la pasión sin medida, la ausencia de toda lógica, la alegría infinita, la tristeza incurable.
Pero a veces, quizá demasiadas veces, el fútbol también es el campo de batalla de los infames, la escupidera de los cobardes y el refugio de aquellos que se empeñan en demostrarnos que la cadena evolutiva, en su caso, no ha seguido el camino correcto. Ellos habitan en un territorio de frustración y mediocridad en el que, amparados en su inexistencia, pueden dar rienda suelta a su agresividad y limitaciones emponzoñando este ajedrez de once contra once que no admite que gentuza de tamaña calaña ponga sus sucias manos sobre el balón.
Un penalti es solo un penalti y acertar o fallar no depende del color, la etnia o la religión. Por favor, llévense sus mierdas a otra parte porque, como dijo Diego Armando Maradona, la pelota no se mancha.
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