He leído que vuelve Hospital Central una década después de acabarse. Fue una de las series de mi adolescencia, pero no la mejor. Recuerdo esas disputas por irse a la cama en mitad de la emisión. Años después, canales como FDF me salvaron la vida. Tengo mucho cariño a Emilio Aragón, siempre me ha trasmitido simpatía, desde que encarnaba a aquel médico familiar llamado Nacho, hasta que se convirtió en Javier y dejó de vivir solo, pasando por Casi perfectos. Anhelaba compartir clase con Quimi y Valle, o tener de profesor a Bacterio. Había veranos en los que una de mis tareas era ver reposiciones de estos capítulos que vieron uno de cada cuatro españoles.
Con Tito Valverde y los casos que resolvían Charlie y Pope aprendí que en la vida también hay gente mala. Contemplaba las collejas de Sole en ese decorado teatral que sacaban las carcajadas de mis padres, o a Manolo y Benito, dos obreros de los que siempre hablaba mi tío Javi. Me viene a la mente también el tiempo que disfruté con el culebrón de Ana Obregón y su trabajo de niñera en la casa de los Hidalgo. Con Motivos personales sentí lo que era estar enganchado a una trama, y me lo pasaba en grande con aquellas dos familias de colegios de pago y chalets en una rica urbanización. Sinceramente, no creo que yo tuviese vecinos tan adorables como Juanjo Cucalón y Paz Padilla.
"Los recuerdos de la infancia se quedan grabados en un rincón de nuestro cerebro"
Si tengo que destacar el gran duelo televisivo de mi adolescencia, ese fue el que formaron el atormentado edificio situado en la calle Desengaño, 21, y la desestructurada familia de Diego y Lucía. Me identifiqué mucho con los problemas de Guille y Teté, ya que eran de mi quinta. Cuando la competencia les llevó a emitirlas el mismo día, recurrí a grabar una de ellas en VHS. Un drama.
Ahora bien, la gran serie que me marcó fue Periodistas. Soñaba con trabajar en la redacción de local de Crónica. Estar a las órdenes de Coronado y acudir a la reunión matutina de temas era una utopía. Los recuerdos de la infancia se quedan grabados en un rincón de nuestro cerebro. Hasta la adolescencia somos esponjas para lo bueno y para lo malo. Hoy soy un plumilla.
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