Dentro de pocos días muchas ciudades y pueblos de nuestro país iluminarán sus calles y plazas con las tradicionales luces navideñas. Deseo que en esta ocasión en lugar de discutir quien va a pagar la factura, competir en dimensiones o polemizar, contemplemos su centelleo con mirada de niño, con ilusión. 

Este año los adornos navideños tienen encomendada la misión de actuar como un bálsamo reparador de inquietudes. Por el bien de todos necesitamos que así sea. Son muchos los comerciantes y restauradores que ven peligrar sus negocios, muchas las personas que han perdido el empleo o pasan apuros económicos como consecuencia de la dichosa pandemia. 

Soy consciente de que un millón de bombillitas led no dan de comer ni resuelven los problemas, tampoco sirven de vacuna milagrosa contra la enfermedad. Cierto, pero todos sabemos que las pequeñas cosas, preñadas de buena voluntad, pueden ser un antídoto eficaz contra el desánimo y la adversidad. 

Barcelona, Madrid, Vigo y un montón de ciudades más van a iluminar sus calles como nunca antes lo hicieron, porque nunca antes nuestra ciudadanía había afrontado unas fiestas navideñas con tanta incertidumbre. Bienvenidas pues esas luces balsámicas que osan competir con las estrellas del cielo. Ruego no interpreten estas líneas como una torpe incitación a un consumo desenfrenado. Nada de eso, quieren ser una invitación a disfrutar de luces de colores, a mirar hacia adelante con la fuerza y la alegría necesaria para vencer las dificultades.