Érase una vez un país que, asomándose a un nuevo milenio, habitó un espejismo de euforia y riqueza. Lucía pujante, atrevido y satisfecho, eufórico en su disfraz de gran potencia. En aquel reino vanidoso y narcisista, las crónicas relataban las patologías de la vida feliz en la ciudad moderna: insatisfacciones amorosas y sexuales, adolescencias perpetuas, hastíos, ferias de las vanidades, crisis de la mediana edad. Como si el éxito fuese, más que un sueño, una aburrida obviedad. Ciertas voces lúcidas denunciaron esa ilusión hipnótica, la desnudez del emperador, pero se ahogaban con sordina en el estruendo de la música.

Durante las décadas siguientes, dos seísmos derribaron la tramoya y, sobre el escenario, apareció solitaria nuestra fragilidad. Entre vuelcos y tumbos, entre reveses y duelos, vimos emerger las grietas ocultas. Hemos comprendido por qué “apocalipsis” significa en griego “revelación”. La novela, la poesía y el ensayo son ahora retratistas del temblor. El nihilismo es un lujo que ya no podemos permitirnos, nuestro desencanto tendrá que esperar a tiempos mejores.