Lo más llamativo de los primeros minutos de la moción de censura (nueve de la mañana de ayer) era la cara del presidente del Gobierno. Miren ustedes que ya es difícil distinguir un gesto, una expresión, un sentimiento en alguien que lleva puesta una mascarilla, ¿eh? Pues era imposible no adivinar la cara que tenía Pedro Sánchez: se estaba cayendo de sueño.
Clamaba el diputado Garriga, de Vox, con muy buena voz y dicción muy bien ensayada, sobre los golpistas, sobre los que quieren acabar con la Constitución (qué sería de ella, ay, si Vox llegase a gobernar), sobre los matrimonios en Nicaragua, sobre la falta de valor de "algunos" para acabar con este estado de cosas. Y a Sánchez, sentado en su escaño, se le cerraban los ojos, se le iba la barbilla hacia el esternón, se quedaba frito.
Menos mal que los diputados de ultraderecha (también se notaban ahí los ensayos) aplaudían como truenos cada minuto y medio; ahí el presidente daba un breve respingo, movía la cabeza hacia un lado y a otro, y parpadeaba. Pero al cabo de un momento estaba otra vez igual. Le pesaban los párpados, se le acompasaba la respiración, se… dor… mía.
¿Y por qué se dormía? Pues quién sabe. Quizá había trasnochado, quizá estaba cansado. Pero más bien se quedaba sopa por algo evidente: aunque le nombrasen, aunque le pusiesen verde, aunque le lloviesen los improperios, Sánchez sabía perfectamente que la cosa no iba con él. Esta astuta moción de censura tenía, en realidad, otro destinatario: Pablo Casado, que estaba sentado en su escaño, este sí, despierto como una liebre, derecho, inquieto, moviendo de vez en cuando las manos como si quisiese agarrar votos que se le escapaban como agua. l
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