Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

Patentes de la vacuna: una decisión trascendental

Viales de la vacuna Comirnaty.
Viales de la vacuna Comirnaty.
EUROPA PRESS
Viales de la vacuna Comirnaty.

Es casi forzoso creer que el presidente de EEUU, Joe Biden, sabía lo que estaba haciendo cuando decidió apoyar la liberalización de las patentes de las vacunas contra el Covid-19. Porque es una decisión de dimensiones absolutamente históricas, y esta vez sí que el término está justificado.

Las empresas que han desarrollado (en un tiempo récord) las vacunas que vencerán al virus, y que las han fabricado y comercializado, se han gastado inmensas cantidades de dinero hasta alcanzar el éxito. Probablemente, nunca sabremos cuánto. Pero lo que han hecho Pfizer, Moderna y las demás no ha sido algo generoso y altruista, o no ha sido solamente eso. Estamos ante el mayor negocio legal que el mundo haya visto en décadas.

El planeta está habitado ahora mismo por casi 8.000 millones de personas. Para que la pandemia sea derrotada no es indispensable vacunarlas absolutamente a todas: los epidemiólogos estiman que el umbral de la "victoria" está en inmunizar al 70% de la población, mucho mejor si es el 80%. En números redondos, hacen falta 6.400 millones de vacunas, que, en la inmensa mayoría de los casos, necesitan dos dosis. Total, 12.800 millones de inyecciones. Algo que no se había visto jamás.

¿Quién sale perdiendo si se hace eso? Está claro: las empresas farmacéuticas que han desarrollado las vacunas y que las fabrican.

¿Saben ustedes cuál es el precio de cada vacuna? Pues eso depende de cuál sea. La de AstraZeneca anda más o menos por dos euros. La más cara, la de Moderna, llega a los 18. Y la más difundida, la de Pfizer, está aproximadamente en los diez euros por dosis. Saquen ustedes mismos la cuenta: 12.800 millones de dosis, a diez euros (de media) cada una, hacen una suma tan descomunal que cuesta trabajo imaginarla siquiera. Buena parte de ese dinero ya está en las arcas de las farmacéuticas. Los gobiernos pagan sin demasiados melindres lo que se les pida, porque la alternativa es una mortandad sin precedentes al menos desde la segunda guerra mundial.

¿Cuánto dura la propiedad de una patente? Por lo común, veinte años. Pero en el caso de los productos sanitarios existe algo que se llama Certificado Complementario de Protección (CCP), que añade cinco años más. Es decir que, según la ley, las farmacéuticas podrían estar cobrando cantidades colosales (infinitamente mayores que el fortunón que se han gastado en investigación y fabricación) durante un cuarto de siglo.

Eso es lo que Biden (que ha seguido los consejos de la India, Sudáfrica y varios países más) ha recomendado, o apoyado, que se acabe cuanto antes. La posibilidad de que cualquier empresa del mundo pueda fabricar y distribuir vacunas, muy probablemente aceleraría la vacunación de miles de millones de personas, mejoraría la seguridad, acabaría con el negocio de las mafias y sin duda abarataría los precios. Se salvarían cientos de miles, o millones de vidas.

¿Quién sale perdiendo si se hace eso? Está claro: las empresas farmacéuticas que han desarrollado las vacunas y que las fabrican. La decisión era dificilísima: liberar las patentes significa quitar a esas empresas el fruto de su trabajo, y si eso se hace ¿para qué van a seguir investigando? ¿Para quedarse luego sin cobrar? Pues no investigaría nadie. Eso es lo que dicen, entre muchas cosas más, las farmacéuticas.

Pero no liberar esas patentes tiene un precio que, más que en dólares, se paga en vidas humanas.

Pero no liberar esas patentes tiene un precio que, más que en dólares, se paga en vidas humanas. Así que se enfrentan dos maneras distintas de entender el mundo. De un lado, el capitalismo puro y duro en el que, si quieres algo -aunque sea vivir- debes pagar por ello. De otro, una concepción humanitarista de la civilización, que prima la convivencia, la solidaridad y el derecho fundamental a la vida por encima del puro beneficio… aunque no pretenda, como muchos dicen, acabar con él.

Biden, que es cualquier cosa menos un socialista o un revolucionario, sin duda sabe que se enfrenta al tercer grupo de poder (legal) más potente de su país… y del mundo: la industria farmacéutica, a la que solo superan los fabricantes de armas y la industria del petróleo. El presidente habrá tenido que tragar muchísima saliva antes de atreverse a hacer lo que ha hecho. Por motivos mucho menores, o desde luego mucho menos rentables económicamente, mataron a Kennedy, se invadieron países, se derribaron gobiernos, se comenzaron guerras.

Ahora solo necesita suerte, habilidad negociadora… y, caramba, que no le pase nada.

Que yo recuerde, ningún presidente norteamericano había tomado una decisión de semejante envergadura para su país (y, como consecuencia a medio plazo, para el planeta) desde el 'New Deal' de Franklin Delano Roosevelt, hace noventa años. Quizá el Plan Marshall. Quizá la Ley de Derechos Civiles que firmó Lyndon Johnson. Quizá la construcción (torpedeadísima y jamás concluida) de un sistema público de salud para la gran mayoría de los ciudadanos, si no para todos. Esta decisión de Biden, inimaginable en su terrible antecesor, ha sido una de las más grandes de la historia contemporánea de su país… y, en buena medida, del mundo.

Ahora solo necesita suerte, habilidad negociadora… y, caramba, que no le pase nada.

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