Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

Un aeropuerto lejano

Militares de EE UU, en un puesto de control durante la evacuación en el aeropuerto internacional Hamid Karzai, en Kabul, Afganistán, el 20 de agosto.
Militares de EE UU, en un puesto de control durante la evacuación en el aeropuerto internacional Hamid Karzai, en Kabul, Afganistán, el 20 de agosto.
EFE
Militares de EE UU, en un puesto de control durante la evacuación en el aeropuerto internacional Hamid Karzai, en Kabul, Afganistán, el 20 de agosto.

El aeropuerto de Kabul, que hasta ahora se llamaba 'Hamid Karzai', está situado al norte de la ciudad, casi dentro del casco urbano de la capital afgana. Tiene una sola pista hecha de cemento, de tamaño medio: 3.500 metros, lo mismo que las dos pistas pequeñas de Barajas y más corta que la mayor de El Prat. Está amurallado y protegido, pero lo cierto es que a 200 metros de la cabecera de la pista (orientada más o menos de este a oeste), donde los aviones se detienen para despegar, está el laberíntico barrio de Kaje Bughra, lleno de casas bajas. Quiere esto decir que no es fácil (ni sería demasiado peligroso) disparar a los aviones con un fusil, pero las aeronaves están perfectamente al alcance de pequeños misiles tierra-aire o incluso de bazucas. Y los talibán tienen, de estos, todos los que quieran.

Ataques contra los aviones que despegaban o aterrizaban de Kabul se han producido por decenas desde los años 90 hasta hoy. Por eso los pilotos tienen que hacer cosas casi imposibles. Para aterrizar en Kabul, rara vez el avión sigue una línea recta descendente; sube y baja, da violentos bandazos que lo asemejan mucho a una montaña rusa y solo al final, cuando emboca la pista, el piloto coloca el aparato en el lugar y a la velocidad correcta. Para despegar, el avión debe ganar altura lo más rápidamente posible: si tiene la suficiente potencia, eleva el morro hasta colocarse casi en vertical. El pasaje, como es lógico, lo pasa muy mal. Quien esto escribe recuerda bien al entonces ministro de Defensa de España, José Bono (estamos hablando de 2005), que salía de la cabina de un Hércules C-130, pálido como la muerte después de aquellos despegues y aterrizajes. El resto del pasaje también habíamos puesto en libertad, qué remedio, todo lo que llevábamos en el estómago.

El personal que atiende los vuelos, sea militar o civil, advierte repetidas veces a los pasajeros de algo importantísimo: está terminantemente prohibido poner un pie fuera del cemento de la pista. Ni dos centímetros. Bajo ninguna circunstancia. Toda la tierra polvorienta que rodea las pistas, tanto la de despegue y aterrizaje como las de rodadura, está empedrada de minas. Nadie, que se sepa, las ha quitado nunca.

A eso es a lo que se tienen que enfrentar los españoles y los afganos refugiados en la Embajada de España que tratan de huir del país. A eso y a cosas mucho peores, porque el problema no es que haya sitio en los aviones (que sí hay) sino lograr entrar en el aeropuerto. El 'Hamid Karzai' de Kabul se ha convertido, según los españoles que todavía están allí (o que van y vienen en los grandes A400 de las Fuerzas Armadas), en una curiosa paradoja, porque es un recinto doblemente fortificado: los soldados occidentales lo protegen para que no entren los talibán, y estos, a veinte metros, lo tienen rodeado para que no entre nadie más, sobre todo los afganos.

La Embajada de España en Kabul, un discreto complejo de tres edificios fuertemente protegidos después del asalto y atentado que cometieron los talibán en diciembre de 2015, está en la calle Bibi Mahru, en pleno "barrio diplomático" de la ciudad, junto a otras sedes diplomáticas como las de Francia, Alemania, Japón, EE UU o el propio palacio presidencial. El trayecto desde la Embajada (que técnicamente está ya cerrada) hasta el aeropuerto es de unos ocho kilómetros. Esa distancia debería ser cubierta, en circunstancias normales, en más o menos 20 minutos, y se hace por calles y avenidas muy amplias y rectilíneas, como la Airport RD. Pero todo eso se ha convertido, desde hace varios días, en pura ilusión.

Ahora, llegar al aeropuerto afgano y sobre todo entrar en él se ha transformado en una carrera de obstáculos. Hay que organizar un convoy en el que los coches o furgonetas que transportan a la gente que trata de escapar van protegidos por vehículos de las fuerzas de Operaciones Especiales, sean españolas, estadounidenses o de otros países. La escena se vuelve completamente cinematográfica y recuerda a películas de acción como En tierra hostil, El Francotirador y otras parecidas. El convoy trata de desplazarse a la mayor velocidad posible, ya sea por las avenidas previstas en el mapa o por el dédalo de calles pequeñas que las flanquean.

La consigna más importante es no detenerse si no es indispensable. La segunda, tratar de evitar (si se puede) las decenas de controles que han establecido por todas partes los talibán... o, sin más, la población que ahora les sigue y jalea. Los controles se superan después de mostrar los pasaportes, de exhibir las armas... o, sin más, en algunos casos, con dinero, porque mucha gente está haciendo su agosto con la historia de dejar pasar (o no) a los occidentales y a los afganos que tratan de huir con ellos. Y constantemente, durante todo el viaje, llueven sobre el convoy todo tipo de objetos: cascotes, restos de escombro, algún disparo y, sobre todo, piedras. Es mucha la gente civil que ahora trata de hacer méritos ante los vencedores.

El embajador en funciones de España, Gabriel Ferrán Carrión, ya ha dicho (como publicó 20minutos) que será el último en subirse a un avión para huir. Sigue allí jugándose la vida, como los policías y militares españoles que aún permanecen en la embajada, y como los traductores y auxiliares afganos que también están en la sede diplomática esperando a que los saquen del país para salvarles de una muerte segura. El lejano, destartalado y polvoriento aeropuerto de Kabul se ha convertido en su última esperanza. A su alrededor ya no hay más que furia y caos.

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