Hoy ha llegado el día. Hoy, por fin, los madrileños podrán elegir entre fascismo y democracia, entre comunismo y libertad, que, como ya saben todos ustedes, son los dilemas que nos tienen a todos los españoles al borde del insomnio. Bueno, y quien dice los españoles, dice a todos los europeos, porque en el continente no se habla de otra cosa.
Yo me imagino al típico señor o señora de Wiesbaden o de algún pueblo de la Normandía francesa saliendo esta mañana al trabajo y preguntándose presa de los nervios: ¿saldrá hoy Madrid del yugo fascistoide de los últimos 26 años? ¿arribarán, por el contrario, las hordas comunistas a la Gran Vía desde la sierra de Guadarrama? Dios, qué nervios. En Madrid jugándose el futuro de la civilización europea y yo aquí entreteniéndome con no sé qué de la pandemia y de la depresión económica que soportamos.
Hoy los madrileños dejan atrás una campaña electoral que les ha obligado a ellos, y al resto de los españoles, a retrotraerse a los años treinta del siglo pasado con algunos de los eslóganes más rancios y disparatados de nuestros cuarenta años largos de democracia. Y esto solo puede llevar a preguntarnos qué pecado desconocido han cometido en una comunidad tan maravillosa como Madrid para soportar la condena de una campaña tan infantiloide y visceral en la que casi todos han competido por ver quién tiene la pancarta más grande o quién bate el récord de memes en Twitter por decir la barbaridad más truculenta y surrealista.
Lo mejor de esta campaña que se nos ha hecho interminable es que ya se ha acabado. Pero lo peor es que, en función de los resultados, puede crear escuela. Y como a alguien se le ocurra pensar en otros posibles adelantos electorales, lo vamos a comprobar más pronto que tarde.
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