Joaquim Coll Historiador y articulista
OPINIÓN

El espejo del trumpismo

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se dirige a sus seguidores poco antes de que centenares de ellos marcharan hacia la toma del Capitolio en Washington.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se dirige a sus seguidores poco antes de que centenares de ellos marcharan hacia la toma del Capitolio en Washington.
Carol Guzy
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se dirige a sus seguidores poco antes de que centenares de ellos marcharan hacia la toma del Capitolio en Washington.

El asalto de la turba trumpista al Capitolio confirma lo que nunca deberíamos haber olvidado: las palabras en política tienen consecuencias y, como añadió el filósofo Jean-Paul Sartre, "los silencios, también". Por eso es tan importante que los dirigentes cuiden el lenguaje y que los periodistas, más allá de sus preferencias ideológicas, militen solo en el campo de la verdad. 

Lo vivido en Washington ha suscitado en todas partes reacciones en defensa de la democracia y el Estado de derecho. España no ha sido ajena a ese impacto y se han hecho todo tipo de comparaciones que, como siempre, suelen ser odiosas, pues nada es igual aunque se asemeje bastante. Es cierto que el único partido que ha simpatizado abiertamente con Trump es Vox, pero también que el populismo ya existía antes de su versión trumpista y que los nacionalistas en nuestro país han sido sus maestros.

Recordemos que si en algún lugar el populismo ha ido hasta las últimas consecuencias ha sido en Cataluña. Todo empezó en 1984 cuando como protesta por la investigación judicial contra Jordi Pujol por el caso Banca Catalana, Convergència promovió un cortejo popular de apoyo a su líder desde el Parlament hasta la plaza de Sant Jaume. Decenas de manifestantes irrumpieron en la cámara catalana y algunos de ellos agredieron al dirigente socialista Raimon Obiols al grito de "matadlo, matadlo". 

Esa tarde, desde el balcón del Palau de la Generalitat, Pujol pronunció un discurso que marcaría la política catalana durante las siguientes décadas: "Sí, somos una nación, somos un pueblo y con un pueblo no se juega. A partir de ahora, cuando alguien hable de ética y de moral, hablaremos nosotros, no ellos". Ese fue el preciso momento en que, emulando al Perú de Vargas Llosa, "se jodió Cataluña" y nació un régimen de lealtad y silencio sin el cual el reciente procés no hubiera sido posible.

Recordemos que si en algún lugar el populismo ha ido hasta las últimas consecuencias ha sido en Cataluña

El relato victimista se alimentó cada día durante años y la patria sirvió para tapar cualquier cosa, incluida la corrupción. El nacionalismo desarrolló un plan para hacerse con el control de la sociedad catalana e imponer en todas partes el discurso de la identidad. Tras la larga etapa pujolista, sus hijos políticos se hicieron separatistas y, en septiembre de 2017, una mayoría de diputados del Parlament decidió que en nombre del pueblo catalán podía romper el Estatuto y la Constitución. 

Fue un golpe de Estado que se intentó legitimar con la movilización popular en el referéndum ilegal del 1-O, pero en el que sus dirigentes acabaron haciendo el ridículo. Al independentismo le molesta verse en el espejo del trumpismo. Hay diferencias obvias e inevitables, pero a ambos movimientos en pos de su sueño no les ha importado romper la sociedad en dos mitades.

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