Cuentan los eruditos e historiadores que la lotería en España vio la luz en diciembre de 1763. Fue creada durante el reinado de Carlos III, inspirándose en un modelo napolitano similar a la actual Primitiva, con el objetivo de sanear las cuentas del estado sin castigar al ciudadano con subidas de impuestos.
Cuentan también los entendidos que fue en 1812 cuando adoptó el nombre de ‘Lotería Nacional’ y se llevó a cabo, por primera vez, el sorteo extraordinario de Navidad.
Con el paso de los años la rifa de marras se ha convertido en un espectáculo público retransmitido por radio y televisión. Los bombos de los premios y los números, junto a los niños de San Ildefonso, acaparan la atención de muchos ciudadanos.
Algunos creen que el tema de la lotería es un asunto baladí; no lo discuto, pero no está de más recordar la afectuosa discusión que, respecto a ella, sostuvieron personalidades tan ilustres como Ortega y Gasset y Unamuno.
No vean en estas líneas una incitación al juego o a las apuestas. Nada de eso, intento tan solo poner en valor esa amable costumbre que practican entidades, clubs, empresas, asociaciones y grupos de amigos consistente en obsequiar, o intercambiar, participaciones de lotería.
En una sociedad cada vez individualista este tipo de rituales amistosos ejercen de antídoto contra el encapsulamiento y la soledad. Créanme, lo mejor de la lotería navideña no está en la cuantía del premio, sino en la capacidad de generar buenas vibraciones. Suerte.
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