Borja Terán Periodista
OPINIÓN

La toxicidad de Instagram, un lugar hostil si amas la fotografía

<p>El logo de Instagram, en una convención de videojuegos en Colonia, Alemania.</p>
El logo de Instagram, en una convención en Colonia, Alemania.
SASCHA STEINBACH / EFE
<p>El logo de Instagram, en una convención de videojuegos en Colonia, Alemania.</p>

Instagram castiga a los verdaderos amantes de la fotografía. La red social, creada en 2010 por Kevin Systrom y Mike Krieger para compartir fotos en línea desde un entorno acogedor y participativo, ha ido perdiendo su entidad original con su masificación y la evolución de los algoritmos que jerarquizan su contenido a ojos del público. O lo que es lo mismo, esos mecanismos que estudian los movimientos de la sociedad en las redes sociales y marcan lo que los usuarios deben ver, dependiendo de sus interacciones en cada publicación.

Lejos queda cuando en Instagram todas las imágenes jugaban en igualdad de condiciones, ya que aparecían a la audiencia según su objetiva fecha de publicación. Pero desde la compra de la aplicación por parte de Facebook, la visualización ha evolucionado para enganchar más al usuario presuponiendo lo que le gusta ver en función de lo que suele ver. De hecho, ahora, se priorizan o invisibilizan las imágenes dependiendo del éxito que genere su contenido desde el primer instante de su publicación.

Y se ve que el arte no vende (en Instagram). Ni la calidad. Como consecuencia, los creadores que realmente realizan trabajos de fotografía más creativa, y utilizaban sus perfiles en esta aplicación como escaparate o simplemente generoso álbum de fotos, van incluso desapareciendo de Instagram, desmotivados. Y es que la plataforma no valora su aportación. Incluso la esconde, lo que imposibilita ser descubierta y recibir likes en forma de corazón.

El problema estriba en que los algoritmos de Instagram premian la velocidad de consumo ansioso de una imagen cuando es publicada. Es decir, si tiene éxito rápido o no. Y lo miden por diferentes vías: número de likes, interacciones con los usuarios, envíos de esa imagen a otros, quién guarda esa imagen para reverla después... Si suma muchas interacciones, más usuarios verán tu foto. Si no, se perderá en el ostracismo. Y, con esta dinámica, la batalla por la atención la suelen ganar siempre los perfiles más ególatras de primeros planos, sonrisas bonitas y cuerpos "perfectos".

Instagram premia los posados personales porque es lo más comercial. Lo que más vende. Nos movemos por instintos de flechazo a primera vista, está claro. Pero eso debería no ser incompatible con dejar fuera de juego a cualquier otra imagen con más calado de mensaje fotográfico. Estas antes podían llegar al espectador, ser vistas y lograr su impacto en likes. En la actualidad, es complicado. Sin rostro de felicidad posado y sin tener una gran comunidad de seguidores es más difícil destacar entre fotos de cuerpos y crecer en comunidad de followers. Lo que propicia un círculo vicioso que afecta negativamente a usuarios de la red, que entran en un bucle de necesitar la validación y posar para gustar, proyectando una vida ideal que realmente no existe para alcanzar likes y crecer en visibilidad. Y no siempre publicando las fotos que realmente les apetece postear sino aquellas que creen que van a "funcionar" y van a generar deseo o envidia.

Instagram ya no es como antes, que podías subir una imagen espontánea con naturalidad y conectar con nueva gente sin ni siquiera mostrar tu rostro. Una foto de un paisaje, o de una vivencia con mala iluminación y desenfocada. Ahora, para transmitir siempre ayuda si entras en unos cánones de luz, color y telegenia normativas. Para que puedas convertirte en eso que llaman "influencer", uno de los términos más corruptos y vacíos que han traído los nuevos tiempos. Pero se ve que mucha gente quiere ser "influencer" y tener muchos likes para que las marcas se fijen en ti, y te paguen por anunciar lo que sea en tus stories.

"Los algoritmos se creen más listos que nosotros. Reducen nuestra capacidad para descubrir algo nuevo y radicalmente distinto que nos seduzca".

Dirán que lo que triunfa es lo que gusta a la gente. Pero el algoritmo de la plataforma sólo premia el primer impulso de sus usuarios. No da tiempo a reposar y pensar, ni a preguntarte siquiera qué otras fotos te gustaría ver. Es su trampa: los algoritmos se creen más listos que nosotros. Nos reducen, nos simplifican, dándonos más de lo mismo, mermando nuestros matices, nuestra capacidad para descubrir algo nuevo y radicalmente distinto que nos seduzca. Ya sea Instagram... o en una serie de Netflix. Las grandes multinacionales de entretenimiento no necesitan que reposemos ni pensemos nada.   

Quizá es ese el gran aprendizaje que hay que remediar en el presente que vivimos: la victoria de la egolatría de la sociedad individualista es un síntoma de no tener demasiado tiempo para digerir y reflexionar. Instagram hace mucho que dejó de ser un lugar seguro en el que compartir fotografía entre amigos, ahora camina más hacia un soporte para validarte (o sentirte invalidado) a golpe de efímeros likes con los que crees que hay gente implicada contigo. Pero, a menudo, al otro lado sólo hay falacia. Y muchas veces tóxica, porque puede generar frustración y necesidad de intentar estar a la altura de una desvirtuada expectativa social. Lo que nos puede llevar también a publicar nuestras propias falacias. Un extraño laberinto que refleja una realidad cada vez menos real.

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