Helena Resano Periodista
OPINIÓN

¿Habrá futuro para ellos?

Varios niños durante un campamento de verano (Archivo)
Varios niños durante un campamento de verano.
Marta Fernández Jara - Europa Press
Varios niños durante un campamento de verano (Archivo)

Mis veranos transcurrieron en un pueblo. No era ni el de mi madre ni el de mi padre. Sus lugares de origen les quedaban lejos, demasiado como para poder ir a pasar los meses de julio y agosto. Ellos fueron los niños de la guerra que, en cuanto llegaron a la edad adulta, emigraron a la gran ciudad a buscarse un futuro. En su época, lo de las vacaciones solo se entendía si hablabas de los hijos, de nosotros: no teníamos colegio, descansábamos. Para ellos era un lujo cerrar el negocio y tomarse unos días. No había otra. Así que tener una casita a solo 13 kilómetros de la ciudad ya era mucho. Un oasis en el que despejarse, dormir, volver al campo, a ese campo del que ellos habían salido hacía muchos años.

Mis recuerdos de infancia viajan en bici, por caminos de trigo, entre moreras en las que nos colábamos para conseguir la merienda, entre montones de paja apilados en los campos recién cosechados. Torres altísimas que suponían todo un desafío para una niña de 7 años. La aventura más planificada era ir hasta allí con la bici y trepar hasta lo más alto. Dejándote las espinillas en el camino, llenándote los brazos y las piernas de arañazos que no desaparecerían en todo el verano. Volver después, cantando, soñando con cuál sería la próxima ‘torre’ que escalaríamos.

"A nosotros nos dieron infancias de bicis y torres de paja. A nuestros hijos les hemos regalado veranos de campamentos y cursillos"

Aquellos veranos no necesitaban nada más. No había mar, pero tampoco lo echábamos de menos. No había fuegos artificiales, solo la verbena de agosto de ese pequeño pueblo que apenas contaba con 13 vecinos en invierno y que se llenaba de vida con los que volvíamos en verano. Empezaba la fiebre de los chalés, con su piscina, su jardín… Éramos los pequeños urbanitas que llevábamos nuestro barullo a un pueblo que vivía al ralentí el resto del año. Echo de menos que mis hijos no hayan vivido y veraneado en un pueblo. Su vida ha transcurrido en asfalto. Y cuando escuchan ahora esto de la "España vaciada" ni lo entienden ni sienten el vértigo que supone saber que esa parte de nuestra forma de vida pueda desaparecer.

No sé si la vida de nuestros padres fue mejor o peor. Creo que su vida fue suficientemente jodida como para añorarla yo. Mi padre no conoció a su padre. No pudieron estudiar ni ir al colegio, pelearon como leones para darnos lo que ellos no habían podido tener. Mi generación olvidó todo ese sacrificio muy rápido hasta que nos dimos de bruces con la realidad.

Lo peor es no tener las certezas que ellos tenían: no poder decirles a nuestros hijos que sí, que el esfuerzo, el estudio, formarse, tiene recompensa. Esa es la peor parte de todo esto. A nosotros nos dieron infancias de bicis y torres de paja. A nuestros hijos les hemos regalado veranos de campamentos y cursillos. Pero aquí estamos: viéndoles cumplir su parte del trato (ellos estudian y sacan el curso), y nosotros sin saber si podremos cumplir el nuestro. ¿Habrá futuro para ellos?

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