Diego Crescente Analista político
OPINIÓN

El último arcoiris de Juan

Juan, en la portada de la revista 'Corricolari'.
Juan, en la portada de la revista 'Corricolari'.
20MINUTOS
Juan, en la portada de la revista 'Corricolari'.

Tras la crisis que estamos viviendo nada será lo mismo. Ni la economía, ni las relaciones internacionales, ni los comportamientos sociales, ni la política, ni siquiera nuestro país. Otra de las cosas que cambiará será el deporte. O al menos para muchos de nosotros no será igual: Nos faltará Juan.

Juan surcó los cielos en Iberia durante toda su vida. A sus 70 y tantos años podía presumir de haber estado en prácticamente todos los países del mundo y lo que es más importante para todos los corredores: coleccionaba tierra, hierba y asfalto de cada uno de ellos en sus zapatillas. Juan fue uno de esos locos que se calzaban unas ‘Yumas’ en los 70 y 80, cuando correr en este país era una aventura reservada solo para unos pocos elegidos, a los que el resto llamaban ‘raros’.

Cuando era más joven, Juan reventaba marcas en los maratones de medio mundo. 3:32 tenía el bicho. Aprendió y disfrutó compitiendo, paso a paso, zancada a zancada. Conocía a la perfección esa extraña sensación masoquista que sentimos los corredores cuando avanzamos más rápido, sabedores de que nuestro corazón bombea al límite para alimentar y destruir el músculo que nos permite soñar con nuevas carreras. ¡Qué raros somos, Juan! Duele, sí, pero seguimos corriendo ya que quedará un paso menos para la gloria, para la satisfacción del deber cumplido.

En realidad, Juan trataba de importar una costumbre que observaba en cada viaje que hacía por el mundo. Tokio, Nueva York, Londres, Los Ángeles, Berlín, Sídney, Moscú… Allí había muchos raros. Demasiados, quizá. Infinitas carreras le vieron volar sobre el asfalto, como antes lo hacía en el cielo. Madrid era una de sus favoritas. ¡Cómo disfrutaba corriendo y viendo correr!

Sí, Juan era uno de esos señores mayores que se ponen a tu lado en la Maratón para llevarte en volandas hasta la meta. Sin conocerte, y sin más ilusión que acompañarte unos metros en tu sufrimiento extremo, son capaces de pasar en unos instantes de ser desconocidos a compañeros del alma eternos. Juan siempre estaba allí. Solía situarse en su trayecto preferido de la Media. En el que va desde Concha Espina hasta el cruce con López de Hoyos. Es un tramo amable, en el que se sentía más vivo que nunca. Era de los que mentían bien: con intención y gracia. “Vamos chaval, que ya está hecho” decía, mientras se alejaba de ti para volver a su punto de recogida de locos. El muy ‘cabrito’ lo hacía en bajada, justo antes de una de las últimas subidas hacia Marqués de Salamanca.

Juan no te miraba. Fijaba su vista con los ojos clavados en la carretera. “¿Para que mirar más lejos si lo que importa es el paso siguiente?”, solía repetir. Daba igual que le hablaras. Él seguía observando sus pies volar, como en la portada que guardaba de Corricolari. Era su imagen preferida. Con su ‘hachimaki’ en la cabeza y sus ‘rockies’ aliviando el calor madrileño. Su sonrisa se esbozaba en el bigote mejor cuidado de los raros, de los locos de atar, de los que no tienen razones para parar de correr. Juan llevaba haciendo eso toda la vida.

Juan se contaba entre los pioneros que corrieron las primeras maratones de la capital. Una ciudad que hoy se desangra con cada ciudadano que pierde y que ha pisado sus calles. En eso es igual que el resto, solo que Juan lo hacía muy deprisa. Suponía el nexo perfecto entre una generación retirada y otra que lucha por retirarse. Recuerdo aun sus consejos, como si estuviera a mi lado en el gimnasio haciendo cuádriceps, sentando cátedra sobre como afrontar la temida rampa del Ángel Caído.

“Mirada al frente, echa ligeramente el peso hacia delante, reduce la distancia de zancada, pero aumenta la frecuencia”. “Respira coño, respira”. Intentaba hacerle caso cada vez que me enfrentaba a esta cuesta. Hay que ser muy Juan para superarla después de 20 kilómetros en las piernas. Era su subida. Nuestra pendiente favorita del Retiro. Sin duda, hoy, estos cientos de metros de dimensión vertical le hacen honor a su nombre. Son los últimos pasos de otro ángel caído.

Juan no conocía de ‘smartwatches’ ni de ‘Primeknit’, ni otras cosas así. Los miraba con desprecio, sabedor de su inutilidad a partir del kilómetro 30, pero sí sabía de distancias a ojo, de cambios de ritmo, de olfato para saber cuando hay que acelerar y cuando hay que guardar gasolina. Sabía de pensamientos positivos cuando las pestañas te duelen.

De correr. Sabía principalmente de correr en mil y un idiomas. En su última parte de vida, Juan era uno de los clásicos de los gimnasios públicos. De esas personas que sabías que estaban sin saber si había llegado. Algunos lo llaman duende. Llevó esta característica hasta el extremo. Cumplió su confinamiento a sus 70 y tantos con rigor y ánimo. Cometió un error cuando este cruel cartero invisible y despiadado virus llamó a su puerta. Juan se confió. Pensó que sería una carrera más, pero no sabía que podía ser la última. La enfermedad le alcanzó, pero aun así siguió cumpliendo su reclusión con disciplina social estricta ‘made in Spain’.

Juan reclamó atención médica, pero el virus no conoce de buenas o malas personas. Recorrió su cuerpo consumiendo oxígeno como antes Juan había devorado kilómetros, con su mismo estilo, con su pisada silenciosa, que al final es lo que distingue a un buen runner. Murió como había vivido. Con discreción, con honor y con humor, con su colección de camisetas ganadas en cada kilómetro de este mundo.

Cuando todo esto acabe pensaremos qué es lo primero que haremos al salir de casa. Yo lo tengo claro. Saldré a correr por el parque de Berlín una vez más y daré una vuelta por su kilómetro de perímetro que marca el GPS, aunque según Juan no llegaba y Juan era mucho Juan. Por mucho que tres satélites se empeñen en decir lo contrario, seguro que tenía razón.

Juan es uno de esos miles de españoles que han caído en una lucha que no entiende de deportistas, ni de rangos, ni de condición económica, ni incluso física. Juan no se ha quedado atrás. Eso es imposible. Nunca lo hizo y nunca lo hará. Nos acompañará en cada vuelta por el parque. En realidad, querido amigo, todos somos corredores hacia nuestro destino. Tu también Juan, quizá el que más. Como dice Rebeca, tu hija, nos vemos al final del arcoíris amigo, pero con parada previa en el Berlín.

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