En mis vueltas por el mundo me he encontrado con organismos administrativos extraños, pintorescos y absurdos. La justificación siempre es la misma: la necesidad política de quitarse del medio lealtades partidistas, agradecimientos a punto de caducar, compromisos familiares, deudas de partido y gratitudes de votos, asistencia a mítines o pegar carteles al relente de las madrugadas.
Pero ningún caso me resulta tan insólito, ridículo y hasta denigrante como la creación de un departamento, oficina o chiringuito, tal y como se denomine la genialidad de la presidenta de Madrid, la señora Ayuso, creando una función para que su converso militante Tony Cantó, descolgado de las listas parlamentarias no tenga que regresar un tiempo a su digno oficio de actor.
Su misión es sencilla y trascendente: cuidar de que en Madrid se conserve el español como idioma oficial – en la calle se conserva solo --, vigilar que quienes escribimos no pongamos faltas de ortografía y controlar que los niños aprendan a hablarlo desde pequeños, faltaría más. En síntesis, evitar que los peligros que se ciernen sobre el futuro de nuestra lengua – una de las más habladas del mundo – triunfen en Madrid.
La iniciativa choca y genera preocupación. Que el español corra riesgos de desaparecer precisamente en Madrid es tan inquietante como meritoria la preocupación de la señora Ayuso ante ese peligro. Seguramente quiere evitar que ocurra como con el chotis que apenas se baila ya fuera de las verbenas de San Isidro o del organillo que ha sido eclipsado por las guitarras eléctricas. Quizás a algunos les preocupe que el español corra riesgos en Madrid; a otros nos preocupa que el español sea un recurso demasiado serio como para hacer el ridículo.
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