En la mayor parte de los países occidentales se disputa una carrera por vacunar a las personas cuantos antes. Vivimos tiempo de pandemia y el pragmatismo y la sensatez recomiendan no perder ni un minuto en inmunizar a los ciudadanos de todas las condiciones. Aunque haya quien opina que tanto da un día más o menos en recibir la inmunización, nada es más falso. Unos minutos perdidos pueden acabar generando contagios en cadena y por desgracia alguna muerte.

Por ahí afuera se han adoptado medidas de emergencia para vacunar y vacunar sin pérdida de tiempo: se han habilitado espacios para facilitar el acceso y pragmáticamente se ha echado mano de personas que con un mínimo adiestramiento puedan realizarla. Es una lucha contra el reloj y el calendario. En España, siempre tan originales, nos tomamos las cosas con más calma. Seguramente hay quien piensa, y lo peor es que decide, que las prisas por salvar vidas no deben de ser buenas.

A lo largo de la Semana Santa el ritmo de vacunaciones se redujo al mínimo. Hay quien asegura que imperó la pereza por abrir los contenedores de las dosis. En Madrid, sin ir más lejos, con los índices de vacunación más bajos, el que habitualmente estén cerrados los centros de salud sirvió de excusa para suspender varios días las vacunaciones de los mayores a pesar de que, por riesgo, deberían estar entre las más urgentes. Así se evitó que algunos hicieran horas extraordinarias remuneradas y se facilitó que los ancianos dispusieran de más tiempo para cumplir las obligaciones religiosas. Continúan esperando por la vacuna que se retrasa, pero les queda la satisfacción y la tranquilidad de haber contribuido a que algunos cumplan con la vacuna de guardar.