Se nos acabó el mantra del año que viene; el año que viene ya ha venido, es el 2021, y sabemos la herencia que nos deja: muchos problemas acumulados –tal vez es verdad que siempre coinciden–, pero también muchos problemas remansados para cumplir a lo largo de los próximos doce meses. La realidad es que tenemos al mundo patas arriba. Quienes se empeñan en descubrir otros planetas y asaltarlos, quizás harían mejor en intentar arreglar antes el que habitamos.
De momento, volverlo más saludable y enseguida más pacífico. Este es un propósito recalcitrante y frustrante. La historia nos enrojece ante el fracaso. Este 2021 empieza con la lacra de los conflictos armados y activos de Siria, Yemen y Libia. Otros esperan para estallar. Como decía un sabio norteamericano, el hombre es incapaz de vivir en paz. En estos días próximos nos libraremos del belicoso Trump, lo cual es un buen indicio.
Falta que pueblos, etnias, intereses y religiones se percaten de la conveniencia de llevarnos bien. Todavía no metabolizamos que a cañonazos no se resuelve nada. Al final, todos los conflictos y tensiones se arreglan hablando. Así deberían metabolizarlo los yihadistas que nos atemorizan y matan o los fanáticos que se eternizan sin margen para la negociación.
Marruecos y el Polisario, los israelíes y los palestinos, los saudíes y los iraníes, los indios y los pakistaníes, los kurdos y los turcos, lo mismo que las facciones sirias, las guerrillas libias o los bandos disputándose el poder en Sudán del Sur, yemeníes, libaneses, todos harían un servicio a la humanidad arreglándose y evitando dolor y muerte.
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