Llegué a Nueva York cargado de complejos. Nada más aterrizar en el JFK Airport, todo me resultaba maravilloso. Comparaba cada detalle con su correspondiente en España y se me caía el alma a los pies. Unos días después tenía que encargarme de la cobertura televisiva del largo proceso electoral que se celebra cada cuatro años en los Estados Unidos.

Debuté con las primarias de New Hampshire y los caucus de Iowa, cubrí periodísticamente las dos convenciones –en Dallas y San Francisco–, la jornada electoral del segundo martes después del primer lunes de noviembre, la reelección del presidente Reagan y la toma de posesión a veinte grados bajo cero en Washington.

El sistema que lleva a la elección 
del máximo representante del poder 
es una antigualla poco seria y fiable

Como espectáculo para un español recién salido de la dictadura y animado por la transición que no acababa de consolidarse, todo me resultó tan pintoresco y apasionante como simultáneamente poco serio. En algún debate posterior acabé diciendo que el proceso electoral norteamericano era una chapuza.

Se me acumulaban en la cabeza nueve meses de recuerdos desmitificantes de semejante parafernalia. Admiraba la inteligencia política de los pioneros cuando redactaron la Constitución de Filadelfia, lo mismo que el empeño de aquellos líderes políticos por conservar hasta los más nimios detalles.

Pero enseguida concluí que todo en la vida necesita algún tipo de renovación y que aquel sistema que llevaba a la elección del máximo representante del poder en el mundo era una antigualla poco seria y menos fiable. Estos días, viendo el espectáculo protagonizado por Trump, me tranquiliza pensando que los hechos me dan la razón.