Pasa con el cambio climático como con tantos asuntos que polarizan a la opinión pública. Vivimos atrapados entre los torquemadas que tildan de culpables de un genocidio ambiental a quienes arrancan sus coches para irse a la playa pudiendo hacerlo en patinete y quienes, por el contrario, te aseguran, en un ejercicio de cuñadismo supremo, que todo esto es una patraña que se han inventado unos cuantos progres de sofá que nos quieren endilgar su chapa apocalíptica sobre un mundo que se autodestruirá como los disparatados mensajes del profesor Bacterio.

El problema es que la emergencia climática es real y se asoma ya a una distancia de un par de telediarios, con China y EE UU contaminando como si no hubiera un mañana y el resto de países entre paralizados y anonadados por la envergadura elefantiásica del problema. La comunidad científica no admite más discusiones propias de los habituales terraplanistas de barra de bar que se encuentra uno en las televisiones, en las redes sociales y en esas armas de confusión masiva en que se han convertido algunos grupos de WhatsApp: o cambiamos el modo en el que consumimos en nuestro planeta o dejaremos de tener un planeta sobre el que discutir.

Y en esa transformación, fuera de histrionismos extremos a lo Greta Thurnberg and family, tenemos que colaborar todos. Los estados, promoviendo el cambio hacia un modelo de energías limpias que nos haga menos drogodependientes de los combustibles fósiles. Y los ciudadanos, colaborando en la medida de nuestras posibilidades en hacer de nuestro entorno un lugar donde se pueda vivir y donde se pueda respirar. No tenemos otra alternativa. Y lo sabemos.