Testigo del genocidio entre hutus y tutsis, formó parte de un equipo de emergencia y lo que vio durante tres meses en los campos de refugiados «fue tremendo: había más muertos que heridos; tantos que cuando íbamos por la carretera, como se refleja en la película Hotel Ruanda, los baches no eran desniveles del asfalto, sino cadáveres».
¿Otros proyectos? En el desierto entre Somalia y Kenia, o para disminuir la mortalidad materno-infantil en Quito, «viendo morir muchos niños». Su último viaje fue este verano. A Uige, Angola, para enfrentarse a la fiebre hemorrágica del Marburg, un virus de la familia Ébola. Allí, «con botas y escafandras» detuvieron la epidemia y les dejaron «algo dificilísimo, quemar los cuerpos de los fallecidos».
De regreso, es «mucho más dura» y ve «que algunas cosas de aquí casi son tonterías, problemas menores». Está «contenta, no amargada» porque en esos países «hay un trato familiar, muy personal» y uno es «un amigo, no un número». Ella conjuga idas y venidas con el yoga, el ejercicio físico y «el amor, que viene y va».
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