
Como media, coronan nuestra cabeza unos 150.000. Fabricamos metros de ellos al día, aunque "olvidamos" en la almohada entre 35 y 100 unidades. Algunos los reponen; otros, víctimas de tragedias y traumas, los pierden hasta quedarse sin ninguno. Sí: hablamos de pelos, de los que cubren el cuero cabelludo. Una proteica mezcla de queratina y células muertas que apenas sirve para protegernos del sol y del frío pero que, en la práctica, constituye una cuestión de vida, muerte... y arte.

Gomina prehistórica
Aunque cuando pensamos en nuestros primeros antepasados los imaginamos desgreñados y salvajes, desde tiempos inmemoriales la humanidad prestó atención a su pelo. Un ejemplo: en 2003, los científicos se quedaron estupefactos al hallar una momia cerca de Dublín. Más que sus 2.300 años, lo que les sorprendió fue su melena: unos espléndidos mechones domados con fijador hecho con aceite vegetal y resina de pino mediterráneo.
Lascas de sílex como tijeras, espinas de peces como peines y sangre, grasas o tintes vegetales como colorantes se usaban desde el 2.000 a. C. Pero era con una utilidad más ritual que estética: la belleza capilar pasó a ser prioritaria con las egipcias, que salpicaban sus lisas y negras melenas con diademas y brillantes, e inventaron los aún vigentes tintes de henna y pelucas. Los griegos heredaron tal pasión y, como para ellos el rizo era bello, aprovecharon los viajes y conquistas de Alejandro Magno para importar productos con los que esculpir buclecitos perfectos. A los romanos, en cambio, les fascinaron las blondas cabelleras nórdicas, por lo que crearon tintes rubios que, más que aclarar el pelo, lo calcinaban. La solución: rapar a las melenudas esclavas nórdicas y, con sus amputados mechones, hacer deslumbrantes pelucas.
Déjalo corto, Champagne

Tirabuzones (creados de manera artificial con palos calentados en el horno, a modo de rudimentarias permanentes) y vertiginosas pelucas se hicieron frecuentes en una posterior era de excesos, simbolizados por María Antonieta. El talco, el polvo de arroz o la harina blanqueaban las pelucas, y la reina dudaba entre los servicios de Larseur y Leonard, dos célebres peluqueros. La Revolución acabó con sus dudas: ¿Para qué tener peluquero existiendo las guillotinas?
Pero el fin de esa época no supuso la muerte de la peluquería, que se extendió por toda Europa. Es más: hasta empezó a usarse el cabello para hacer medallones, collares o bordados. Napoleón regalaba joyas hechas con sus pelos: una costumbre que, por suerte, no llegó a nuestros días.
Raros peinados nuevos
Es en 1836 cuando Croisat abre Les Cent-un-Coiffeurs de tous les Pays, la primera revista de peluquería, y en 1867 la creación del agua oxigenada permite decolorar el cabello. También peluqueros como Marcel Grateau, que reinventó en 1897 los hierros Marcel (las célebres tenacillas que permiten peinados hipnóticos y ondulados) o Carlos Nessler, y su idea de la permanente, permiten que rizos artificiales pueblen las cabezas de medio mundo.
El s. XX terminó de asentar la importancia de la estética capilar. El polaco Antoine crea a principios de siglo el estilo garçonne. Alexandre de París hace de la peluquería un arte, y las hermanas Carita convierten el peine y las tijeras en lujo. Tribus urbanas como rockabillies, hippies o punkies hacen del peinado una bandera, y los cortes de pelo de princesas, cantantes o actrices son seguidos con pasión. La peluquería: primero necesidad, después arte y, últimamente, casi una cuestión de Estado.
Magos de la tijera y el peine

Del cine a la peluquería: peinados que hicieron historia




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