La bella y la bestia: del siglo II a.C. hasta hoy

La nueva versión de Disney, con Emma Watson y Dan Stevens, es sólo un paso más en la cadena evolutiva del síndrome de Estocolmo más bestia de la literatura
La bella y la bestia: del siglo II a.C. hasta hoy
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Todavía sin estrenar, la esperada La bella y la bestia ya ha tocado la moral con su promesa incumplida de feminismo. Enredadas con la polémica de los pechos que Emma Watson, su protagonista, insinuó en una sesión de fotos de Vanity Fair, ciertas quejas reconocían que el filme de 1991 era bastante moderno para su época –Bella leía y elegía con quién pasar el resto de su vida–, pero lamentaban que, en su remake de carne y hueso, esta “muchacha de lo más extraño” se casase con la Bestia al final de la película. Pasaban por encima, decidiendo una vez más lo que las mujeres deben o no deben hacer, el asunto verdaderamente femenino de esta historia: no, no es que, según Bill Condon, director de la nueva versión así como de las postrimerías de Crepúsculo, Bella inventase en pleno siglo XVIII una especie de lavadora. Nos referimos a sus autoras. Amalgama de adaptaciones desde antes de que existiese Cristo, La bella y la bestia se fundamenta sobre todo en dos relatos escritos por dos mujeres, Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve y Jeanne Marie Leprince de Beaumont, nombres que deberían sonarte como los de James M. Barrie, Lewis Carroll o los hermanos Grimm. Pero, ¿acaso los conocías?

La bella y la bestia: del siglo II a.C. hasta hoy

El primer rastro de La bella y la bestia se encuentra en Cupido y Psique, relato del siglo II A.C. Es en este texto de Lucio Apuleyo incluido en El asno de oro, la única novela latina que se conserva íntegra, en el que la hermosa Psique se casa con una bestia como parte de un rocambolesco castigo de Venus. Pero es, quizás, el cuento El rey cerdo, del renacentista Giovanni Francesco Straparola da Caravaggio, el que especifica por primera vez los inconvenientes del amor surgido entre en un humano y un animal. En este caso, un rey que ha de casarse tres veces para deshacerse de su aspecto porcino. “Lo mucho que el hombre le debe a su Creador, graciosas señoras, por haberlo puesto en el mundo como hombre y no como feo animal, no hay lengua tan tersa ni tan fecunda que pueda expresarlo bastante bien en mil años”, advertía Straparola en su relato incluido en Las noches agradables, libro de 1550. Con tono liviano y un narrador que, curiosamente, se dirigía en exclusividad a las señoras, el autor italiano remarcaba que el cerdo no sólo compartía la apariencia del animal sino sus maneras: “El cerdito, habiendo crecido bastante, empezó a hablar como un ser humano y a pasearse por la ciudad; y allí donde había inmundicias y basuras, se metía en ellas como hacen los cerdos”.

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El rey cerdo introducía en la narración un aspecto que, unos siglos después, Gabrielle de Villeneuve preservaría en la obra fundacional de La bella y la bestia, la novela que escribió en 1740 y que empleó por primera vez el famoso título. A diferencia de las versiones Disney, Straparola ya se cuestionaba cómo sería la noche de bodas entre un humano y un cerdo (aquella “cama emporcada de inmundicias y carroñas”). Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve fue, sin duda, una mujer adelantada a su tiempo. Seis meses después de su matrimonio con un aristócrata derrochador, pidió la separación de bienes. Viuda antes de los 30, se dedicó a escribir para ganarse el sustento y vivió en concubinato con otro importante escritor de la época. Su novela La bella y la bestia apareció incluida en La joven americana o los cuentos marinos y Christophe Gans la recuperó en su adaptación cinematográfica de 2014, protagonizada por Vincent Cassel y Léa Seydoux, con un sucedáneo de Gastón muy especial: ¡Eduardo Noriega!

En esta novela fundacional Bella no era hija única sino que pertenecía a una odiosa familia numerosa. Sus hermanas, celosas de ella, parecían más bien del cuento de La cenicienta. El padre, un comerciante cuyos negocios habían caído en desgracia y que ya aparecía en el palacio de la Bestia intentando enmendar su situación, no tenía reparos en canjear a su hija a cambio de su libertad. Eran otros tiempos. La Bestia tenía trompa y escamas y no existía Gastón, pero sí un guapo fantasma alter ego de la Bestia que por las noches cortejaba a Bella. Tampoco se hablaba de Lumière, Ding-Dong, o cualquier otro artículo de menaje del hogar con vida propia, invención esta de la película de animación de Disney con permiso de las manos sujetacandelabros de Cocteau. No obstante, el palacio de la Bestia en la novela de Villeneuve gozaba de una no menos interesante población: pájaros, monos capuchinos, monos con cara humana y monas con traje de corte, un mono disfrazado de escudero y loros cantores. Pero, sin duda, el aspecto más sorprendente de este relato es la descripción que en él hace de una especie de televisión, un salón con cuatro ventanas que, al abrirse, muestran obras de teatro, óperas, ferias…

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“Esa habitación tenía cuatro ventanas en cada uno de los lados: solamente dos estaban abiertas y dejaban pasar muy poca luz. La Bella quiso darle más claridad, pero en lugar de la luz que quería hacer entrar sólo se encontró con una abertura que daba a un lugar cerrado. Ese lugar, aunque espacioso, le pareció oscuro, y sus ojos no pudieron percibir más que un resplandor lejano que sólo parecía llegar hasta ella a través de una gasa negra y sumamente gruesa. Mientras pensaba para qué podía servir ese lugar, una luz intensa la deslumbró de pronto. La tela se levantó y la Bella descubrió un teatro de los mejor iluminados”.

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La metamorfosis del príncipe en Bestia todavía no era culpa de su actitud de rico playboy, sino un encantamiento de un hada maligna. Como decíamos, el animal con trompa no dejaba pasar ni una noche junto a su amada en el palacio para preguntarle si se quería ir a la cama con él. La autora no llevaba tan lejos el principio de zoofilia como su inspiración Straparola, y cuando Bella contestaba a la proposición de la Bestia con un “¡Estoy perdida!”, este le respondía cortésmente que no era su intención obligarla… Pero, por intentarlo… ¿No perdía nada, no? En cualquier caso, y a diferencia de las películas de Disney, el hechizo no se rompía con un “te quiero” o un beso casto, sino al yacer con el de la trompa.

Jeanne-Marie Leprince Beaumont fue dama de compañía, profesora de música y fundadora de un periódico para jóvenes en Londres en el que se trataban temas literarios y científicos. En 1756, sólo un año después de que muriese su autora, convirtió la novela de Villeneuve en cuento deshaciéndose de su embrollado final de hadas y reinos y dotándole de un carácter moralizante que hasta entonces la obra no había tenido. La máxima “Lo que importa es la belleza interior” se expresaba aquí en los pensamientos de Bella (“¡Ay, qué lástima que sea tan feo siendo tan bueno!”) pero ya no había ni rastro de insinuaciones sexuales a excepción de un respetuoso: “¿Aceptaréis que os mire mientras cenáis?”.

Aquella pregunta lastimera la recuperaría Jean Cocteau en su bellísima y onírica película de 1946 en la que por fin la Bestia (Jean Marais) tenía aspecto leonino. Además de cerdo y elefante, el animal también había tenido pinta de jabalí en la imaginación del afín a los prerrafaelitas Walter Crane, cuyas ilustraciones recuperó hace poco El reino de Cordelia en su edición del cuento de Beaumont. Todas las versiones de La bella y la bestia que llegaron después –la película de monstruos de Edward L. Cahn de 1962, el libro para niños de Robin McKinley, la hortera teleserie con Rebecca De Mornay, la versión animada de Disney, el musical de Broadway en el que Hugh Jackman hacía de Gastón…– no han evitado que muchos de los elementos de los relatos originales, así como la esencia de la novela de Villeneueve, se hayan mantenido en el guión de la última película. ¿O pensabais que el espejo que todo lo ve era un invento de los estudios de Mickey Mouse?

La bella y la bestia se estrena el 17 de marzo.

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