Las dos caras del festival de Cannes

Jurado de la 63ª edición del festival de Cannes.
Jurado de la 63ª edición del festival de Cannes.
EFE
Jurado de la 63ª edición del festival de Cannes.

Contraste. Posiblemente la palabra que mejor defina lo que es el festival de Cannes, que este domingo llega a su fin, y que durante una docena de jornadas de mayo se convierte en el epicentro de la industria cinematográfica de todo el mundo. Pero Cannes no solo es cine y compraventa de películas. Al rededor del festival hay mitos, historias y un innumerable número de fiestas.

Las fiestas de Cannes siempre han gozado de buena prensa. Pero como sucede con frecuencia, hay que saber escoger las mejores. Las principales de cada día son las de las películas que se han presentado ese mismo día en la sección oficial.

A la presencia del equipo de la cinta se suman periodistas, representantes de la industria y si hay suerte, alguna estrella de Hollywood que intentará pasar desapercibida. Algunos tienen suerte, otros no. Que se lo digan a Tarantino, que el año pasado solo duró diez minutos en la fiesta que Isabel Coixet montó con Mapa de los sonidos de Tokyo.

Pero por norma general, estas fiestas suelen ser correctas, sin más. A no ser que nos remontamos a la que Almodóvar montó con La mala educación hace unos años y que los veteranos del lugar califican como la mejor a la que han asistido. Pero buscando, se pueden encontrar otras carpas con música y copas a discreción, donde lo importante son las ganas de pasárselo bien y no lucir palmito.

El lujo es otra de las constantes del certamen. Ver pasar cinco Ferraris en fila india por la Croisette no es ninguna quimera. Y quien dice Ferrari, dice Lamborghini, Aston Martin o Maserati. Pero la cosa no acaba en los coches, los hoteles hacen su agosto durante esta quincena de mayo. El Carlton, uno de los más importantes, solo alquila sus habitaciones por una estancia mínima que incluya todo el festival. Esto se traduce en que en una habitación se pueden alojar hasta tres personas diferentes que vayan a pasar por la Costa Azul que pasan religiosamente por caja.

Ante el derroche como moneda común en Cannes también se encuentra al ciudadano de a pie, que se encuentra envuelto en una espiral inflacionista. Encontrar un bocadillo por menos de cinco euros es misión imposible y frente a las millonarias habitaciones de hotel, miembros de la industria y de la prensa buscan las habitaciones más económicas -alrededor de los 600 euros por todo el festival- o comparten apartamento para minimizar gastos.

La crítica, no tan feroz

Los directores les temen, los productores rezan para que les den el visto bueno. Los críticos de Cannes gozan de una fama desproporcionada. El aprobado o el suspenso a una película puede suponer acuerdos millonarios o fracasos estrepitosos, y todo ello echando un par de vistazos a las publicaciones especializadas que se publican cada mañana. Pero aunque se escuchen historias de abucheos monumentales, los tiempos del ajetreo han quedado olvidados. No hay película que no se aplauda en Cannes (y en Berlín, y en Venecia) por muy mala que sea.

Todas estas historias, y otras tantas no tan conocidas como las de las playas de pago o la cantidad de jets privados que se juntan en Niza para transportar a las estrellas del momento, se repiten año tras año. Cannes se convierte en un agujero en el tiempo en el que todo sigue igual hasta que se encienden las luces del Palais y el reguero de cineastas empieza a desfilar, los mismos periodistas se reencuentran y vuelven los madrugones para ver el nuevo estreno del día a las 8:30 en el teatro Lumiére.

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