Un vuelo de regreso de cuatro horas que al final fue una aventura de tres días y medio

  • La experiencia personal de una afectada por las cenizas del volcán que intentó sin éxito volver en avión de Estocolmo a España.
  • El regreso acabó siendo un largo viaje en coche y autobús.

Jueves, 15 de abril. Estocolmo-Copenhague

Llegué a Estocolmo con la idea de pasar un par de noches. Había tardado cuatro horas en llegar en avión y llevaba una maleta con lo justo, porque no quería facturarla. El día que tenía que regresar, el jueves, una noticia interrumpió la reunión en la que estaba: el aeropuerto de Oslo se cerraba por la nube de ceniza de un volcán islandés. No sonaba amenazador. Aún así, todos los noruegos que se encontraban conmigo huyeron en desbandada para coger las últimas plazas de tren disponibles.

Cinco horas después, todavía en el aeropuerto de Arlanda, veía despegar al último avión que salió aquel día. No era el mío.

Aquella tarde dos colegas franceses y yo, ayudados por una amiga sueca, comenzamos a buscar formas alternativas de regresar a nuestro país. Antes, por simple curiosidad, yo había llamado a la embajada española en Estocolmo por si tenían algo previsto. "Pasa la noche en casa de tu amiga y si necesitas dinero para regresar, te lo prestamos". De momento, si el volcán no lo impide, me siguen funcionando las tarjetas (pensé). Así que ya frente al ordenador, nuestra amiga sueca nos confirma lo peor: imposible salir en tren del país hasta por lo menos el lunes, las agencias de coches están colapsadas y no prestan coches para salir del país, solo para recorridos interiores. ¿Y el autobús? A pesar de que siempre había situado a Estocolmo al sur de la península Escandinava, alcanzar la frontera con Dinamarca lleva la friolera de 11 horas en bus, que quedan reducidas a seis si se hacen en coche. ¡En coche!

Nuestras caras de frustración llevan a nuestra colega sueca a una decisión crucial: ella nos llevará con su propio coche hasta Copenhague, donde sí ha podido conseguir un coche de alquiler para atravesar Europa. Luego regresará para intentar ayudar a otro colega español y otro italiano que han decidido quedarse hasta el domingo y esperar a que se reabra el espacio aéreo.

En nuestra última noche en Estocolmo comprobamos que los restaurantes de Gamla Stam, la parte antigua y la más turística de la ciudad, están hasta arriba, como los hoteles. La mayoría de la gente son turistas y hombres de negocios. Algunos incluso están cenando con las maletas y los maletines acomodados entre las piernas.

Viernes, 16 de abril. Estocolmo-Copenhague

Preparamos el itinerario de nuestro viaje en la sede del diario sueco Svenska Dagbladet, donde trabaja nuestra amiga. Allí gestionamos la reserva del hotel en Copenhague y yo recibo el billete electrónico de mi tren nocturno París-Madrid. Son poco más de las 11 de la mañana del viernes y la secretaria de redacción de 20 minutos me ha conseguido una de las últimas plazas disponibles para el domingo por la noche. Ahora solo queda asegurarse de llegar a tiempo a la estación de Austerliz-París y cruzar los dedos para que la huelga de trenes franceses no me afecte. En esto no voy a tener suerte, pero yo aún no lo sé, así que me pongo en camino animada con la idea de llegar a Madrid el lunes a las 9 de la mañana.

Enfilamos la autopista hacia Copenhague. El tiempo pasa muy rápido mientras atravesamos la parte sur de Suecia. Se nota que el invierno ha sido especialmente largo y duro este año, también en aquel país. Todavía hay algún resto de nieve y los árboles están desnudos. El paisaje es sorprendentemente gris. El frescor de la primavera parece lejano.

Por el camino vemos pasar taxis de Estocolmo ¡Hay quien está más desesperado que nosotros!, decimos la primera vez.

Hacemos una parada junto a un castillo en ruinas a los pies del lago Vättern. Es una de las pocas paradas turísticas que nos vamos a permitir en nuestro viaje. Todos tenemos prisa por volver a casa.

Por la ventanilla contemplo el paisaje de Scania, la región que tan bien creo conocer por las descripciones que Henning Mankell hace de ella en sus novelas. Es la tierra del inspector Wallander, pienso con emoción. Incluso veo el letrero que indica la ciudad de Ystad (jamás me imaginé que acabaría por aquí).

Poco antes de llegar a Copenhague rodeamos Mälmo y atravesamos el impresionante puente que une Suecia y Dinamarca. Increíble.

Toca descansar en Copenhague. En el hotel nos encontramos con dos casos muy distintos al nuestro: una chica japonesa que viajaba a Barcelona y se ha quedado colgada en Copenhague, y un chico de Munich que espera regresar a casa. Tiene dos amigos, nos dice, intentando volver a San Petersburgo y Moscú.

Sábado, 17 de abril. Copenhague-Lieja.

Son las 7 de la mañana y recogemos en el aeropuerto de Copenhague el coche que habíamos reservado el día anterior. Tenemos suerte, nos dice, porque ya no hay ningún coche más disponible para el sábado, quizá tampoco para el domingo.

Hace un rato hemos despedido a nuestra amiga sueca que regresa sola a Estocolmo.

Solos, mis colegas franceses y yo nos animamos con la idea de ir recortando kilómetros a nuestro trayecto. Como no hemos podido reservar una plaza en el ferry que une Dinamarca con Alemania, tenemos que dar un ligero rodeo. Hoy, si todo va bien, haremos más de 900 kilómetros y dormiremos en Lieja (Bélgica).

El paisaje va cogiendo color según vamos bajando. Dinamarca es impresionante. Qué casas de madera, qué lagos, qué bosques tan idílicos. No me extraña que Hans Christian Andersen naciera aquí.

En Alemania despierto justo cuando rodeamos Hamburgo y sus mastodónticos montacargas sobre el Elba. Necesitamos parar poco, porque las autovías alemanas, además de rápidas, son gratuitas. Pasamos no muy lejos Bremen, Dortmund, Colonia (¿Eso que vemos de lejos es su catedral? Quizá, pero no podemos parar) y Aachen.

Ha pasado un día entero, pero hemos llegado a nuestro objetivo: Lieja, en Bélgica.

En el hotel hay una concentración ciclista y varias personas se hacen fotos con los corredores. Yo me esfuerzo por reconocer a alguno, pero el ciclismo no es mi fuerte.

Domingo, 18 de abril. Lieja-París-Madrid

Ya queda poco, nos decimos. Con suerte sobre la 1 de la tarde llegaremos a París. Allí tendré que separarme de mis dos compañeros de viaje

Ya sola, en la estación de Austerlitz-París, siento un momento de pánico al no ver mi tren en los paneles de la estación. De repente, recuerdo vagamente haber oído algo de una huelga. Pues sí, cuando pensaba que ya había tenido suficiente paliza de carretera, me entero de que nos van a llevar en bus hasta Irún para luego ser transferidos a un tren. Al menos, me digo, pasaré la tarde paseando por un París soleado, lleno de gente en los parques.

Anochece y en la primera parada que hacemos me encuentro la segunda sorpresa de la noche: en mi mismo autocar viajan Lolita Flores y su hija, su sobrina Alba, su hermana, Rosario Flores y su cuñada Ana Villa. Intento acercarme, pero sus caras de cansancio, y quizá cabreo, me hacen cambiar de opinión. Hoy todos necesitamos descansar.

¡¡¡¡Madrid!!!! Me indica mi última compañera de viaje, una peruana que está dando una vuelta aún más extraña que la mía. Regresa de Suiza para coger un vuelo desde Madrid que la lleve a Lima vía Ámsterdam. Es pastelera y ha estado haciendo prácticas en un hotel de Tenerife. Me habla de su trabajo y siento cierta envidia. Es poco más de la una de la tarde del lunes. Nos deseamos suerte mutuamente y nos despedimos. Ahora me doy cuenta de que hemos pasado toda la noche hablando; pero no nos hemos dicho nuestros nombres.

Todas las fotos (excepto la de París) son de Bruno, uno de mis compañeros de viaje.

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