Elvira Navarro y la identidad

Descubrimientos al crecer en ‘La ciudad feliz’
La ciudad feliz
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Kritipop
La ciudad feliz

«Sin embargo, yo no puedo explicar nada, porque lo ignoro todo», confiesa

La escritura de Elvira Navarro (Huelva, 1978) recuerda a un jarrón delicado que —al mínimo roce— se quiebra y divide, o se derrama en mínimos fragmentos que nos empeñamos en recoger y que nos cortan. Fría en apariencia —obra de ingeniera: forma sencilla, fondo complejo—, la prosa de Navarro se desapega de sus personajes, y a nosotros nos daña.

La ciudad feliz (XXV Premio Jaén de Novela) recoge el testigo de su entrega anterior, La ciudad en invierno (Caballo de Troya, 2007), y si allí Elvira Navarro caminaba con su protagonista de la infancia a la primera adolescencia, en La ciudad feliz recorre un trecho similar, aunque de dos manos distintas: la de Chi-Huei, enfrentado a una cultura —y un idioma, y unas costumbres, e incluso una familia— lejana de la de sus primeros años, y la de Sara, enfrentada a una forma de vida —y un pensamiento— en las antípodas a la inculcada por sus padres.

Malas calles

«Los personajes que deambulan por este libro», explica la nota de contraportada, «buscan restaurar una identidad rota: la necesitan para poder caminar por un mundo que ha dejado de hacerles felices». De ahí la paradoja: el primer segmento, Historia del restaurante chino Ciudad Feliz, nos presenta a Chi-Huei, su traslado de China a España y su adaptación a nuestro país, donde todo se aleja de los relatos de sus padres. Una reflexión sobre el poder: el que el abuelo ejerce sobre el padre, el de la madre sobre Chi-Huei... Y una familia desunida, con malas palabras para todos, en la que nadie confía en nada, salvo en los ahorros que —cuando regresen— los nombrarán triunfadores ante sus compatriotas. Mientras tanto, un niño que crece y descubre.

Esos descubrimientos vertebran el otro pulmón de la novela, La orilla, en el que Sara —amiga de Chi-Huei, y cuya acción se desencadena al frenarse la del niño— espía a un mendigo de su barrio. El temor, el miedo, cambian a fascinación, y entonces la niña modifica sus costumbres hasta que nos preguntamos si es ella quien provoca los encuentros con el vagabundo o si es él quien acecha a la niña. Frente al carrito en el que él recoge basura, las clases de dibujo de ella, los coches de sus padres, el colegio privado. Contra la mirada prejuiciosa de las vecinas, el interés de Sara quizá ingenuo, quizá morboso: el mendigo representa lo que desconoce, y al mismo tiempo lo que le prohíben. En La ciudad feliz se narra, desde luego; pero sobre todo se observa sin piedad.

Chi-Huei y Sara comparten juegos, pero nada tienen que ver: aprovechando las citas de Perec para cada tramo, el niño necesita olvido, la niña precisa memoria. Si les guían los eslóganes, La ciudad feliz es uno de los mejores libros publicados este año y por estas tierras. Cuánto en tan poco: compren, regalen esta novela. Lleguen a Elvira Navarro como lleguen, no dejen de leerla.

La ciudad feliz. Mondadori /192 páginas / 16,90 euros

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