
Gobernar es muy difícil, pero tampoco es sencillo hacer oposición. Décadas atrás hizo fortuna la famosa cita del varias veces primer ministro italiano, Giulio Andreotti, según la cual el poder desgasta sobre todo a quien no lo tiene. Porque no hay mayor desgaste político que aquel que sufre quien busca la manera de alcanzar el gobierno sin disponer de las poderosas herramientas que posee aquel que está en el gobierno. Pero esta realidad pocas veces genera condescendencia o comprensión hacia quienes se adentran en la aventura de aspirar a una victoria electoral para llegar, en el caso de España, al Palacio de la Moncloa.
De hecho, el mayor grado de incomprensión y ausencia de condescendencia se produce, por costumbre, en el propio partido del aspirante. Es ahí donde surgen las críticas más despiadadas, porque quien más y quien menos cree saber mejor que el líder qué hay que hacer para alcanzar el objetivo: gritar mucho o poco, atacar siempre o defender a menudo, hacer una oposición colaborativa o feroz, promover una política institucional o animar a las masas a tomar las calles.
Alberto Núñez Feijóo vive esa situación desde que tomó posesión de su cargo como presidente del Partido Popular. Pero la sufre con especial intensidad desde que perdió sus opciones de llegar al poder, a pesar de ganar con claridad las elecciones del 23 de julio. Y no puede haber un ápice de conmiseración, porque cualquiera que se lance a la carrera política con el objetivo de alcanzar el máximo poder, debe saber que, parafraseando a Arquímedes, todo dirigente sumergido en la lucha por la Moncloa experimenta un empuje en su contra igual –y, por lo común, muy superior– ejercido por el peso político de su adversario, que es quien ocupa el cargo. Y, lo peor, a eso se suman los enemigos internos.
En estos días, Feijóo trata de salir políticamente ileso de lo que será, a la vez, su gran escaparate y su peor derrota: la investidura de la próxima semana. Por el camino, el líder del PP ha cometido –o le han hecho cometer– errores de envergadura: especular con la opción de tener tratos con el partido de Puigdemont; la insistencia de reunirse en secreto con el PNV, sabiendo que sería humillado; o las idas y venidas sobre el acto de este fin de semana, que empezó siendo una gran manifestación, para transformarse en gran concentración, para dejar de ser «gran» y convertirse en un simple mitin de partido.
Lo difícil en política es no dudar, porque es complicado acertar con la estrategia correcta. Pero es determinante que esas dudas no se noten demasiado, porque suelen traducirse en una sensación general de incapacidad. Y no solo hacia fuera. Peor que eso: hacia dentro del partido.
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