Luis Algorri Periodista
OPINIÓN

Antonio, Antonio

Antonio Gala en una imagen de archivo
Antonio Gala en una imagen de archivo
EUROPA PRESS
Antonio Gala en una imagen de archivo

Cuando empiezas a escribir, con voluntad o sin ella, con vocación o solo para que te quiera mamá, comienzas siempre imitando a otros. Reproduces lo que has leído, no puedes hacer mucho más. Luego, con los años (con muchos años), vas encontrando tu propia voz, tu propia forma. Yo no sé si escribo bien o mal, eso tendrán que decirlo ustedes. Sí sé que aprendí de mucha gente, pero sin la menor duda bebí todo lo que pude de Antonio Gala, que se acaba de morir.

Gala manejaba nuestro idioma como los ángeles. Se hizo famoso con el teatro; es el autor de una de las pocas obras que conozco, Anillos para una dama, que es todavía mejor leída que vista en un escenario. Empezó tarde como novelista pero su comienzo en el género, El manuscrito carmesí, arrasó en las librerías y se llevó de calle el premio Planeta. Quiero decir que se lo llevó, no que se lo dieron los Lara, que es lo que pasa siempre: habría sido un escándalo que ganase otro cualquiera ante aquella maravilla.

Empezó como poeta. Naturalmente, las 'vacas sagradas' lo despreciaron por previsible, por clasicista, por "manierista" o amanerado, por inocultablemente gay y por "escribir para señoras", como decían. Su venganza fue tremenda: su antología Poemas de amor vendió un millón y medio de ejemplares, algo inaudito en la historia de la poesía española. Y él soltó una de sus maldades: "Este libro ha vendido él solo mil veces más que toda la obra de Carlos Bousoño", diría. Y tenía razón.

Pero era deslumbrante, inimitable, como articulista. Sintetizaba toda su inmensa cultura, su manejo perfecto del lenguaje, su visión del mundo, su humor afilado y su mala leche (que la tenía, y muchísima) en unas charlas con su perro Troylo. El día en que se murió aquel animalito se paró el país. Los telediarios abrieron con la noticia de la muerte del perro. Las cartas de pésame colapsaron Correos. Nunca, ni antes ni después, se ha visto nada igual.

Gala no sabía vivir sin que le quisieran. Todos: desde los amores individuales a los que se entregaba como si el mundo se fuese a acabar esa noche, hasta las multitudes que le seguían en las conferencias, en sus apariciones públicas, en las manifestaciones contra la OTAN. Un día, para estos menesteres callejeros, decidió quitarse (extraña discreción en él) las cadenas y colgantes y pulseras de oro que solía llevar. La multitud se enfadó: "Antonio, te queremos enjoyao como nuestras vírgenes", le gritaban. Y él, claro, volvió a enjaezarse, feliz.

Tuvo mala suerte con eso. Su dolor más agudo fue (él lo dijo) no encontrar un amor con el que envejecer, un amor perdurable: no supo conservar ninguno. La edad le hizo dejar de escribir hace ya varios años, pero la gente, su gente, no le olvidó. Sin embargo, el destino le ha hecho una jugarreta digna de él: ha ido a morirse en un día de elecciones, cuando todo el mundo tenía la cabeza puesta en otra cosa. Gala no ha tenido una despedida multitudinaria, aparatosa, andaluza, como la que sin duda él imaginó alguna vez.

Yo, sin embargo, que no pude llorar con la muerte de mi madre, he tenido que secarme varias veces los ojos con el adiós de Antonio Gala. Los curas me enseñaron a leer, pero él me enseñó a escribir. Pocas muertes me duelen ya en lo más hondo. Esta sí.

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