Borja Terán Periodista
OPINIÓN

'Supergarcía', la historia del primer gran streamer

José María García en 'Supergarcía'
José María García en 'Supergarcía'
Cinemanía
José María García en 'Supergarcía'

El regreso de Supergarcía no permite parpadear. Tres capítulos para narrar una vida intensa en la que su forma de entender el periodismo arrasó con todo. O casi todo. Incluso con su propio micrófono. "Si esta despedida la están viendo ustedes, es que nos han dejado ser libres". La obsesión de José María García por la libertad (y el miedo a perderla) omnipresente hasta el último minuto. Porque, al final, que nadie se engañe, el retorno de García en Movistar Plus es, en realidad, un adiós con su audiencia. Ese adiós que nunca realizó cuando se marchó a la francesa de Onda Cero. 

García solía irse de los sitios cinco minutos antes de que fuera largado por sus jefes. Se marchaba con lo bueno y con lo malo de los protocolos de la "integridad" de los caballeros de antaño, pero también con la mirada combativa del periodismo de siempre. Su mezcla de testosterona, ego, primicias y verborrea era explosiva. El resultado: un currículum difícil de comprimir en un documental. Pero los directores, Charlie Arnaiz y Alberto Ortega (Raphaelismo), han conseguido un relato trepidantemente compacto que no se ha quedado en un ejercicio de peloteo para remediar la ficción de Movistar Plus Reyes de la Noche, como algunos vaticinaban. 

Supergarcía no sólo profundiza en los claroscuros del comunicador que cambió las noches radiofónicas, sino que además perfila un país que se refugiaba en los conflictos del fútbol y el narcisismo de sus narradores como distracción nacional. Complicada tarea de recrear hoy en un docu por la escasez de imágenes de vídeo y sonidos de aquellas radios, handicap que se suple con apañadas recreaciones y con volver a enfrentar a García a un estudio de radio. Aunque, esta vez, esté reproducido en un decorado en una nave a las afueras de Madrid. 

Frente a ese micrófono, él mismo recalca que jamás tuvo una voz de locutor. Ni falta que le hizo. "Es más importante lo que digas que cómo lo digas", ilustra. Aunque García si atesoraba una entonación adictiva que no se parecía a nada. Su sobreactuación vocal, ideal para ser imitada, contaba con el ingenio de crear un lenguaje propio. A menudo, representando la España del mote insultante. La radio se descontrolaba con un periodismo que se sentía poderoso. Ya no sólo contaba lo que pasaba, y se lanzaba a la opinión sin paliativos. 

"Aquel que no luche por una exclusiva no es periodista", recalca García. Y quizá ese fue uno de sus errores. El periodismo no es sólo la exclusiva. Menos aún "todo por la exclusiva". En el documental, que estrena esta noche Movistar Plus, el locutor reconoce su perturbadora "operación amarre": consistía en retener al invitado para evitar que se fuera a los competidores. En especial a su enemigo íntimo, José Ramón de la Morena. Esa perversión por la primicia más caníbal se olvidó que, quizá, más relevante que ser el primero es la calidad periodística de la entrevista. No había tiempo, la vorágine de estar en el epicentro de aquella fama ya arrasaba con la capacidad de pararse a pensar y no dejarse enroscar en trifulcas mediáticas, luchas políticas y libertad confundida con egolatría.

Pero García alcanzó su propósito: ser un gran contador de historias. O contador de cosas, como dice él. Sólo necesitaba un micrófono en un estudio (o un micrófono en un helicóptero sobrevolando como si fuera una vespa La Vuelta ciclista) para establecer un magnético vínculo cómplice que dejaba a la sociedad pegada al transistor. Fue el primer gran streamer. Su púlpito era escuchado por cientos de miles de personas cada noche. No había Internet, pero las ondas se abrían camino favoreciendo una mirada más íntima, más complementaria y más aparentemente osada a la de la televisión de masas. Porque las plataformas siempre van evolucionando, pero lo que no cambia es que siempre trascienden los narradores que no son clones. García nunca lo fue. Es más, García contó con la virtud de creerse su propio personaje. 

Podía caer fantástico o fatídico, pero hasta con sus maldades proyectaba una enérgica empatía, pues los oyentes entendían su motivación. Hasta en sus más obcecadas pataletas. Porque comunicaba con la cabezonería de cualquier señor medio en un bar de la España de entonces, pero con la osadía de querer salvar el mundo. Aunque estuviera peleando solo contra sus molinos de viento con un micrófono como arma. Eso le hacía entrañable. Un español de bien, católico practicante, que era capaz de pisotear un puñado de mandamientos para no defraudar las expectativas de un espectáculo de emociones que algunos llamaron periodismo.

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