Juan Luis Saldaña Periodista y escritor
OPINIÓN

Ecología de clase

La contaminación, un privilegio de los poderosos.
La contaminación, un privilegio de los poderosos.
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La contaminación, un privilegio de los poderosos.

El concepto marxista de conciencia de clase reverdece y muestra algunos brotes que podrían definirse como ecología de clase. El mundo hacia el que nos dirigimos aventura una clase media-baja sometida a los imperativos ecológicos y una clase alta, elitista y plutocrática, que se mantiene al margen y que puede permitirse contaminar, gastar y vivir en una realidad diferente a la que exige al resto del mundo. Su inversión en tecnología se orienta al consumo, nunca a las mejoras ecológicas, que deben partir del sacrificio y las restricciones de los demás.

Los ejemplos son cada vez más claros desde lo más pequeño a lo más aberrante. Se escuchan noticias que parecen globos sonda y se legisla ya, en algunos ámbitos, con cierto descaro. El Parlamento Europeo aprobó el pasado mes de febrero la prohibición de la venta de coches y furgonetas diésel y gasolina a partir de 2035. Sin embargo, la norma prevé una excepción a las marcas de lujo que fabriquen menos de mil modelos. Los ricos podrán comprar su Ferrari, mientras no todos los que antes teníamos coche podremos acceder a comprar un vehículo eléctrico.

Como ejemplo pequeño podemos encontrar el de las bolsas de los supermercados que pagamos con la excusa de la ecología. Aunque ya no contaminen y sean de papel o compostables, las seguimos pagando y aumentan la cuenta de resultados de las grandes fortunas. La restricción de los vuelos en avión, los inquietantes sustitutivos de la carne en la alimentación, el agua como recurso especulativo, el dinero digital como medio de control y restricción de la libertad y los inconvenientes para el transporte son algunas alarmas que los ciudadanos de a pie deberíamos tener encendidas y en constante observación.

Es indudable que el mundo se encamina hacia la concentración de la riqueza. Conocemos los nombres de muchos de esos ricos y, en ocasiones, los veneramos e idolatramos sus empresas y productos. Los fondos de inversión aparecen como grandes actores de la civilización futura y, desde el punto de vista del ciudadano, requieren una reflexión y una regulación. Sus números son sobrecogedores. Habrá que trocearlos o serán, casi lo son ya, más poderosos que algunos estados. Sus activos y dividendos pueden ser, además, una amenaza para la soberanía y la libertad del individuo.

Habrá que indignarse de nuevo y, por supuesto, será necesaria una revolución.

Cada vez son más las personas que dudan de la nueva profecía que promete la famosa Agenda 2030 que, llegado un plazo prudencial, mutará a Agenda 2040 porque siempre es un horizonte de promesas, un futuro que nunca llega y que exige sacrificios, un palo con una zanahoria de dimensiones planetarias. Las promesas de igualdad y ayuda a los necesitados se diluyen en evidencias que apuntan en otra dirección. En cada crisis, el rico se hace más rico. Mientras tanto, el ser humano va desapareciendo del centro del foco y se habla constantemente del planeta, como si el Planeta Tierra fuera una deidad superior. No es así. Desaparece el ser humano genérico y se queda la élite en el centro.

Surge la duda de si los gobernantes trabajan por sus ideas y por sus países o si tienen la misión de generar un cambio y sus jefes son otros. Por ahora, ellos no se encargan de aclararlo. Parece una duda razonable que habrá que ir resolviendo. Las generaciones jóvenes tienen que espabilar porque si el reparto los pilla en la parte baja de la escala, lo van a pasar muy mal. Habrá que indignarse de nuevo y, por supuesto, será necesaria una revolución.

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