
Los excesos de velocidad en las carreteras cada vez están más penalizados. Y la cantidad de accidentes lo justifica: los radares han venido a acabar con la impunidad de apretar el acelerador de manera despreocupada. Pero la historia, que es la maestra de la vida, desmiente que eso sea nuevo y que la Guardia Civil de Tráfico sea un invento moderno para poner y recaudar multas.
En los EEUU, donde este es un asunto muy serio y muy punible, tienen un pintoresco precedente. Todo el mundo está esperando a ver si en alguno de los variados juicios que tiene pendientes el expresidente Donald Trump acaba, como él mismo teme, procesado y hasta es posible que arrestado. Sería seguramente una sentencia justa, porque el personaje acumula decenas de acusaciones. Y además escandalosa, pero no tendría la mala suerte de ser el personaje con mayor poder terrenal que acabe condenado.
Los historiadores bucearon en el pasado y han descubierto que no sería el primero. Hay un precedente y además el de un presidente que pasó con gran relieve a la memoria. Fue el número 18 de los 46 que se han venido sucediendo: nada menos que Ulysses S. Grant, que gobernó entre 1869 y 1877. Entre tantos méritos como acumulaba tenía un defecto: se dejaba vencer por la tentación de la velocidad. Le encantaban los caballos y no solo para galopar a pelo. También le gustaba volar en los carruajes oficiales en los que se desplazaba. A veces quitaba del puesto al conductor para ser él quien azuzase a latigazo limpio a los caballos. Hasta que un día de 1872 se excedió y un policía observó que la velocidad del carruaje era excesiva y amenazaba la seguridad de los peatones.
Ordenó detenerse a los sudorosos corceles y presentó una denuncia nada menos que contra el presidente, que pataleó pero tuvo que pleitear para no ser arrestado y acabar pagando, como cualquier infractor, una elevada multa de su pecunio.
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